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El viaje

De niño, mi sueño era tener un coche de pedales de color rojo y con bocina. Pero eran muy caros, así que me tuve que conformar con el pedal de la máquina de coser de mi madre y mover la rueda grande para un lado y para el otro como si fuera el volante. A mi madre no le gustaba aquella idea y me abrió una libreta de ahorros y a los dos años me regaló una bicicleta.

Fue con aquella bicicleta con la que un tarde llegué a tu casa y nos hicimos amigos. Nos pasábamos la vida jugando bajo la sombra de la parra, pero un día, al poco tiempo, nos dejaron bajar en bici a la playa con mi hermano mayor y allí hicimos castillos de arena y chapoteamos entre las olas; nos gustó tanto que ya fuimos todo el verano. Cada día veíamos pasar el tren y siempre le decíamos adiós con la mano a los que miraban el paisaje por la ventanilla. Hasta que un día, pasado el tiempo, fuimos nosotros los que viajamos en el tren con tu abuela y pasamos por los túneles, que dentro del tren parecía que era de noche, aunque contábamoshasta diez en voz alta y enseguida se hacía de día. Y nos reíamos, porque era como un juego.

Y volvimos más veces a la ciudad y fuimos al parque y a ver los patos del estanque y nos tomamos nuestra primera cerveza con mucha espuma, tanta que rebosaba y nos dejaba unos bigotes blancos que nos hacían parecer payasos y yo limpiaba con mi pañuelo tus labios y vaya sonrisa bonita que tenías. Y fuimos al puerto y vimos los barcos y aquello sí que fue soñar a lo grande, porque ese viaje sí que tendría que ser una verdadera aventura: cruzar el mar, tan azul y tan inmenso, contigo.

Fue entonces cuando nos hicimos novios formales aunque tardamos unos años en casarnos. La boda fue muy bonita y muy alegre y yo no he visto en mi vida novia tan guapa como tú ni tanta comida hecha en los peroles de mi tía ni tanto pan blanco junto, ni tanto baile de rueda.

Luego nos fuimos a vivir a Málaga y montamos una tienda y tuvimos a nuestro hijo, que cumplía un año aquel maldito día en el que los militares salieron a la calle. Y vino la guerra que ganaron y tuvimos que irnos andando por la carretera de Almería y nos salvamos de milagro porque nos tiraban desde el mar y llegamos hasta Alicante, donde también había un puerto. Y sí, viajamos en un barco grande, pero no fue como en nuestros sueños porque nunca pudimos volver. 

Y ya solo nos queda el viaje ese que tú y yo sabemos, en el que vamos dormidos para siempre y no vemos el camino. Como tú ahora, que ya no me ves, aunque yo creo que sí me escuchas porque lo siento en tus manos.

La culpa


Se recuerda escondido detrás de aquellos arbustos, ovillado sobre sí mismo como su madre lo tuviera en el vientre, mordiéndose los labios, sangrándole la boca, orinándose en los calzones como un chiquillo cobarde, llorando por dentro, maldiciendo su vida y aquella guerra, paralizado y muerto de miedo como lo está ahora, veinte años después de aquel fatal minuto en el que el capitán Santiago ordenó apunten, disparen y fuego y su padre, con la cabeza alta y el puño levantado, recibiera en el centro del corazón la bala que lo mató y cayera desplomado al suelo junto a la tapia del cementerio sin que él moviera un músculo para impedirlo, sin gritar basta ya bastardos que es mi  padre, que esto es un  error, que él no ha matado a nadie. Pero no dijo nada. Nada. Por eso ahora se mantiene firme, de frente, con la cabeza alta y el puño izquierdo levantado, al igual que hiciera su padre en el momento de su muerte, y sin pedir perdón a Dios ni a nadie por su venganza, con la mano derecha se coloca la pistola en la sien, apunta y dispara.

16/03/2014

La última carta

En la fotografía, mi tío Enrique José (1918 - .......) en quien está inspirado el texto.

Cuando despertó, no vio nada; un deslumbrante rayo de sol entraba por el diminuto tragaluz, situado justo encima de sus ojos. Estaba aturdido; necesitó unos segundos para percatarse de que estaba malherido, unos minutos para tomar conciencia de su entorno físico y apenas unas horas para saber que de allí no saldría con vida. No recordaba cuál había sido el detonante de la última refriega ni el instante exacto en el que perdió el conocimiento. Tenía un vago recuerdo del momento en el que un compañero afirmó que se habían equivocado de carretera porque aquel pueblo no venía en el mapa. Pero sí recordaba claramente su nombre —Enrique Ramírez—, su edad —dieciocho años—, su profesión —maestro de escuela— y su regimiento —el treinta y cuatro—, que se replegaba hacia el noreste, perseguido por el ejército nacional. Esto fue lo que le contó, con la respiración entrecortada, a los cabecillas que le interrogaron aquella misma mañana, recién recobrada la conciencia, en aquel sucio, húmedo y destartalado cuarto trasero de la última casa del último pueblo de Teruel, apenas a seis kilómetros de la provincia de Tarragona, todavía en manos republicanas según oyó comentar a los interrogadores.
A las dos de la tarde, después del interrogatorio, Enrique pidió un médico; sentía un dolor incandescente en la pierna derecha. La herida le supuraba un pus espeso y maloliente y tan pronto tiritaba de frío como sudaba por todo el cuerpo. En este estado pasó toda la tarde sin que nadie le socorriera ni consolara. A las nueve de la noche, el médico todavía no había llegado. Sin embargo, el inquietante trajín nervioso que se desarrollaba dentro de las reducidas dimensiones de aquella, parecía que improvisada, cárcel, le hizo temer lo peor; el médico no venía porque no hacía falta curar a un muerto. Entonces, Enrique pidió al carcelero lápiz y papel para escribir una carta y este le facilitó el material y le ayudó a incorporarse en el camastro. Con pulso tembloroso, cogió el lápiz y escribió con dificultad: Queridos padres y hermano: Al recibo de esta, espero que os encontréis bien de salud, yo estoy bien dentro de lo que cabe. Estoy herido madre, pero no se preocupen padre y usted que todo esto va a pasar. No pudo seguir, alguien le colocó una venda en los ojos y lo arrastró con rabiosa y desproporcionada fuerza hasta la calle. La carta quedó en el suelo como una hoja muerta. Tres meses después, llegó a su destino. Estaba fechada en Cretas, el 24 de marzo de 1938, con letra clara y distinta a la de Enrique. No tenía remite. Nada más supo nunca su familia.

La sonrisa eterna


A los pies de la cama, el fotógrafo le pidió un último esfuerzo:
—Vamos, doña Paquita, sonría al pajarito, sus familiares se lo agradecerán.
Ella pensó en su hijo, enrolado en el frente republicano, deseó con todas sus fuerzas que algún día viera aquella fotografía y le dedicó una cariñosa sonrisa maternal en el momento del disparo.
Al día siguiente, doña Paquita murió antes de que llegara la mala noticia.
Hoy, ochenta y siete años después, doña Paquita sonrie desde la pared.