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Vida nocturna

 Le vió robar los huevos de las gallinas en el corral. Le vio llevarse el almirez de la mesita oval que adornaba la entrada de la casa. Y no dijo nada. 

Vino la madre a devolver el almirez, pidió disculpas por el niño, que mire usted que no está acostumbrado a entrar en casa de nadie y no sabe que hay cosas que no son de uno y que no se pueden coger; los huevos no se los voy a poder devolver, se sentó en la tapia de la alberca, los agujereó y se los bebió, pero yo le he hecho jurar que no lo volverá a hacer. Dígame usted cuánto le debo.

 Pero que va mujer,  entre usted, por dios, y siéntese, y el niño, que no se quede ahí en la puerta. Dígale que entre, está asustado. ¿Como te llamas?  La madre contestó por él. Pues que se venga mañana a jugar con mis niños si quiere. Tiene un hermano, más chico, dijo la madre. Pues que venga también.  

Escuchó la reverberación de sus risas, chapoteando debajo del chorro de la alberca. Cada vez más fuerte. Hasta que los sonido se fueron difuminando, dando paso a uno desagradable, agudo y tintineante.

¡La campanita! 

Apretó los ojos muy fuerte, negando con la cabeza repetidamente. La monja tiró de la manta hacia abajo con fuerza y ella levantó medio cuerpo, estiró el brazo y volvió a taparse con rabia. La monja volvió a tirar y la dejó totalmente destapada. 

— Venga, niña, no te hagas la remolona. Todos los días te tengo que espabilar.

A la noche siguiente, difícil precisar la hora, volvió a ser verano bajo el chorro del agua del pozo que caía en la alberca. Quedaban pocas ranas por sacar.

— Ponte el bañador y ayúdame a cogerlas, le dijo él. Está buena.

—Mi madre no quiere que me bañe porque dice que el agua es mala para la sangre que tengo.

— ¿Qué sangre? ¿Te hiciste una herida?

— No, yo no, se hizo sola. Dice mi madre que es porque me he hecho mujer. 

— Pues yo no veo que tengas herida ninguna. Y tampoco veo que seas una mujer.

— Yo tampoco lo veo. Pero qué sabrás tú que eres un niño. Tampoco me dejan subirme a los árboles.

— ¿Y eso es por la herida o por ser una mujer?

—¡Mira, mira, mira! Allí, allí, acabo de ver una  rana! ¡Cógela, cógela...!

Y sintió entonces como un tirón en los pies y la manta deslizarse hacia abajo. Y la campanita, la dichosa campanita. Y apretó los ojos. Y dijo que no con la cabeza.

—Bueno, la cogeremos esta noche —pensó finalmente. Y se echó de la cama sin mirar a la monja. 


El Valor




¿Qué valor tiene esta tierra? 
 
El valor de quién trabajó para conseguirla y murió sin poder volver a ella. Mi abuelo.

El valor y el coraje de una viejita campesina y sabia que luchó por consevarla para su nieto. Mi bisabuela.

El valor de quien construyó un hogar en ella y nos dió una infancia feliz. Mi abuela. 

El valor de quien resistió contra molinos de viento convertidos en gigantes. Mi padre.

El valor del eco de nuestras risas bajo el chorro de agua cristalina cuando llegamos a nuestro otoño.

El valor de nuestro valor para tomar el relevo.     

El valor en fin, de un siglo de historia familiar.




Fragmentos del Paraíso

La caracola blanca,

el dorado almirez,

las viejas muñecas

los cuentos de mi niñez. 

Los rosales rojos que regué tantas veces

las margaritas que deshojé por ti

El tiempo lo robó todo

como me robará a mí.

(Escrito en 1988)

Fragmento del Paraíso



El Paraíso es un árbol delicado, con hojas tiernas, flores diminutas de olor muy fino y fruto ovalado del tamaño de una aceituna pequeña. Su ramas son frágiles y su sombra refrescante y dulce. Dicen los que son dados a magias y supersticiones que es un árbol que da suerte al que lo posee en su jardín.
Crecí contemplando un Paraíso y lo hice compañero de mis juegos y de mis sueños, con sus frutos jugaba lanzándolos al agua para ver hasta donde llegaban las ondas y en su tronco grabé con una piedra mi primer corazón de enamorada.
Ahora, cuando la vida ya me ha transcurrido sobre la piel y el corazón, a veces alegre y otras amarga, ahora, cuando sólo recuerdo de mi infancia lo feliz y lo mágico, veo ese árbol en los parques de Sevilla y se me revela como un dios pagano al que podría idolatrar, como un símbolo de lo que fue mi paraíso perdido. Me acerco al árbol y lo huelo, recojo de sus ramas sus hojillas tiernas y menudas y las aprieto entre mis manos. Y aún quisiera acercarme más, abrazar su tronco, y por los círculos que marcan la edad en su interior, volverme, como si fuera un túnel del tiempo, al pasado feliz.
(Escrito en 1985)
 

Fragmentos del Paraíso

Una barquita de hoja de caña no es una barca cualquiera, no merece navegar en cualquier agua. Ha de ser un agua limpia, sin remolinos,  apacible, pero que no se estanque. Un agua que sortee las piedras que encuentre en el camino y que no se detenga. 
El mejor lugar para ver navegar a una barquita de hoja de caña es la reguera que va desde una alberca a los surcos de un huerto.  Pero como ya casi no quedan regueras, recomiendo un arroyo de agua cristalina. Espero que aún quede alguno.
También seria imprescindible merendar pan con chocolate mientras ves avanzar la barquita de hoja de caña. Pero sobre todo, hay que estar preparada por si ocurre alguna desgracia y la barca zozobra. En estos caso recomiendo templanza pero prontitud en la maniobra; no importa que las manos estén manchadas de chocolate ni que en ese momento no se tengan calzadas las botas de agua. Hay que mojarse.


Fragmento del Paraíso




La  casa donde vivíamos estaba a tres kilómetros del pueblo y de la playa;  en un cerro y casi en el centro de un círculo que dibujaba el horizonte. Por el norte, cerros más altos llenos de olivos y almendros y en el horizonte el cielo, por el sur cerros más bajos con viñas y huertos, y en el horizonte el mar. Abajo, a sus pies, el pozo y la cañada, nuestro río.

La casa tenia dos naves; eran de muros de piedra muy anchos. La delantera y principal fue la primera que se construyó. Tenía el suelo en blanco y negro,  el clásico ajedrezado, y el techo de obra. Mientas la parte trasera, a pesar de ser más nueva, tenía el suelo de tierra y los techos de caña y madera. En esta segunda nave estaba la cocina, un cuarto trastero en el que había un ropero antiguo con una luna que a mi me parecía entonces muy grande porque yo era pequeña, y un corral donde mi abuela  criaba gallinas y conejos.

Delante de la primera nave, había un porche con un poyete también en blanco y negro. El porche miraba al pozo y a los huertos de abajo, que se encontraban  a unos cien metros bajando por un caminito estrecho y en pendiente. A mitad de camino se encontraba la alberca grande, donde nunca nos bañábamos porque estaba muy sucia. Nos decían que tenia serpientes venenosas y larguísimas, pero nunca llegamos a ver ninguno de esos monstruos y sí alguna que otra inofensiva culebra de agua. Lo que sí tenía la alberca grande era muchas  ranas y, durante un temporada larga, también tuvo peces de colores. Cuando subíamos por la cuesta del pozo a la casa, con los cántaros o los cubos de agua, aquel era el sitio de descanso. Allí nos entreteníamos jugando a perseguir hilanderas o a tirar piedras al agua. Se nos pasaba el tiempo volando curioseando en los huertos cercanos, comiendo guisantes o habas crudas. Alrededor de la alberca grande había un chirimoyo, un granado, orégano en el mismo caño del salida del agua de la alberca y algunas pitas grandes con pitones tan altos como palmeras. Había también allí un precioso Paraíso.


Fragmento del Paraíso.


Por la mañana me despertaba el sol que cruzaba la ventana para deslizarse suavemente por mi cama. Los domingos, antes de levantarme, mi abuela preparaba el baño. Lo colocaba en el centro de la habitación y situaba muy cerca el brasero con los carbones encendidos; me acuerdo como agitaba el soplillo hasta verlos enrojecer. Luego, con cuidadosa parsimonia, disponía mi ropa limpia en la silla baja de enea mientras se calentaba el agua en la cocina. Cuando estaba a punto de hervir, la vertía en aquella bañera redonda de lata y la mezclaba con la fría hasta conseguir la temperatura adecuada. Cuando todo estaba perfecto, solo entonces, me dejaba que me introdujera en baño de zinc, culminando la ceremonia cuando esparcía sobre los carbones incandescentes del  brasero unas ramitas de alhucema y toda la habitación se impregnaba de un olor celestial. En verdad, allí, estábamos más cerca del cielo que de la tierra, porque el lugar que pisábamos era el Paraíso verdadero.

 


Un día de invierno inusualmente luminoso

El sol va calentando, de nuevo, la tierra; los pájaros recobran su natural jolgorio mañanero; los caracoles suben por los hinojares; los almendros escurren gotita a gotita el agua que les sobra, luciendo de nuevo todo su blanco esplendor. Y la tierra va desprendiendo, poco a poco, un olorcillo agradable, dulce y placentero, un olor que te reconcilia con el mundo: el olor a tierra mojada de los días de inviernos inusualmente luminosos.

Libre


Vivíamos en un eterno Paraíso de risas y juegos. Cogíamos hilanderas y les atábamos un hilo a la cola para verlas volar en corto, sometiéndolas. Éramos un poco crueles, como todos los niños. Luego crecimos y descubrimos  el valor  de la libertad.