Viniste a jugar y nos jugamos a los chinos un beso. Ganaste tú y yo te lo debo.
Luna sola
La luna está sola, quién la enamorará, el buen enamorador que la enamore buen desenamorador será.
Más sobre la Q
Fue cuando la Oh del asombro necesitó saber quiénes somos, qué pasó y quién fue, cuando surgió el gran detective con su lupa en forma de Q.
Iceberg
Nadie sabe casi nada sobre nadie. Somos la punta de un iceberg y bajo la línea de flotación los secretos congelados impiden que el mar arrase con todo. Pero parece conveniente conservar la temperatura ambiente para evitar mayores desastres. Seguimos navegando.
Escrito en 2022.
Metamorfosis
Vida nocturna
Le vió robar los huevos de las gallinas en el corral. Le vio llevarse el almirez de la mesita oval que adornaba la entrada de la casa. Y no dijo nada.
Vino la madre a devolver el almirez, pidió disculpas por el niño, que mire usted que no está acostumbrado a entrar en casa de nadie y no sabe que hay cosas que no son de uno y que no se pueden coger; los huevos no se los voy a poder devolver, se sentó en la tapia de la alberca, los agujereó y se los bebió, pero yo le he hecho jurar que no lo volverá a hacer. Dígame usted cuánto le debo.
Pero que va mujer, entre usted, por dios, y siéntese, y el niño, que no se quede ahí en la puerta. Dígale que entre, está asustado. ¿Como te llamas? La madre contestó por él. Pues que se venga mañana a jugar con mis niños si quiere. Tiene un hermano, más chico, dijo la madre. Pues que venga también.
Escuchó la reverberación de sus risas, chapoteando debajo del chorro de la alberca. Cada vez más fuerte. Hasta que los sonido se fueron difuminando, dando paso a uno desagradable, agudo y tintineante.
¡La campanita!
Apretó los ojos muy fuerte, negando con la cabeza repetidamente. La monja tiró de la manta hacia abajo con fuerza y ella levantó medio cuerpo, estiró el brazo y volvió a taparse con rabia. La monja volvió a tirar y la dejó totalmente destapada.
— Venga, niña, no te hagas la remolona. Todos los días te tengo que espabilar.
A la noche siguiente, difícil precisar la hora, volvió a ser verano bajo el chorro del agua del pozo que caía en la alberca. Quedaban pocas ranas por sacar.
— Ponte el bañador y ayúdame a cogerlas, le dijo él. Está buena.
—Mi madre no quiere que me bañe porque dice que el agua es mala para la sangre que tengo.
— ¿Qué sangre? ¿Te hiciste una herida?
— No, yo no, se hizo sola. Dice mi madre que es porque me he hecho mujer.
— Pues yo no veo que tengas herida ninguna. Y tampoco veo que seas una mujer.
— Yo tampoco lo veo. Pero qué sabrás tú que eres un niño. Tampoco me dejan subirme a los árboles.
— ¿Y eso es por la herida o por ser una mujer?
—¡Mira, mira, mira! Allí, allí, acabo de ver una rana! ¡Cógela, cógela...!
Y sintió entonces como un tirón en los pies y la manta deslizarse hacia abajo. Y la campanita, la dichosa campanita. Y apretó los ojos. Y dijo que no con la cabeza.
—Bueno, la cogeremos esta noche —pensó finalmente. Y se echó de la cama sin mirar a la monja.
La memoria de los gatos
Dije en voz alta:
—Había una vez un viejo, llamado Don Antonio, que había sido carretero en su juventud.
Me detuve un momento. ¿Para quién estaba contando?
El bastón de Don Antonio estaba colgado en la pared. Me levanté y lo cogí. Y al volver la cara, lo vi. Era un gato blanco enorme, de ojos azules, con cara de haber consumido casi todas sus vidas. Se sentó en el escalón de la casa, observándome. Al rato apareció otro. Y después otro y después otro. Se fueron adelantado poco a poco hasta que se situaron todos a mi alrededor, tendidos sobre el suelo ajedrezado.
Tragué saliva y recomencé.
—Había una vez un viejo, llamado Don Antonio, que había sido carretero en su juventud —murmuré con voz temblorosa.
—Cuando éramos niños, cada tarde esperábamos que Don Antonio tomara su silla baja de enea y se acomodara en el porche. Parece que lo estoy viendo: encorvado, ojos azules; una gorra protegía su pelo blanco y su voz pausada nos llevaba a tiempos y lugares que nunca habíamos visto, pero que nos resultaban familiares pues el señor Antonio repetía aquellas historias, con alguna leve variación, una y otra vez. Siempre que las contaba, los gatos aparecían y se acomodaban a su alrededor. Nunca los llamaba, pero ellos acudían. Siempre los mismos.
—Señor Antonio, ¿por qué siempre vienen los gatos a escucharle? —Le pregunté una vez, intrigado.
Él sonrió, acariciando la cabeza de un gato rubio que se le había subido a las rodillas.
—Porque recuerdan —me dijo.
—¿Qué recuerdan? —insistí.
—Todo. Las historias que cuento, a vosotros y a mí.
En ese momento el gato blanco pareció sonreírme. Le correspondí con un parpadeo suave y me dispuse a contar la historia otra vez. Tenía que añadir algo nuevo y una pregunta me rondaba: ¿transmitían los gatos las historias antes de morir?
El tiempo pasó. Volví al lugar años después...
Magia de juegos. Canción
Voz y música con IA
Magia de Juegos.
Cielo en las nubes
Al nacer mi padre me puso Cielo y en mi juventud mi madre decía que yo siempre estaba en las nubes. Luego, un suceso de carácter familiar que no quiero concretar provocó mi caída libre y sin red hacia la tierra. Me di un gran golpe y durante mucho tiempo no levanté los pies del suelo. Ahora, tras darme un largo paseo por la vida, regreso de nuevo a las alturas. No creo que vuelva: me coge de paso.
El cuento del camello
La mujer se sentó junto a la mesa para coser el botón a la camisa de Martín. Abrió el costurero y vio que no tenía aguja. Se levantó y fue al pajar. Alli encontró al camello desesperado queriendo entrar por el ojo de la aguja que ella necesitaba. Hablaron. La mujer le ofreció toda la paja a cambio de la aguja. El camello se fue al mercado del pueblo más cercano, a diez kilómetros, vendió allí toda la paja y se le perdió la pista. A los tres días volvió.
— ¡Soy rico! – exclamó el animal –¡Soy rico! Vengo a que me des el botón, la aguja, la camisa y todo lo que tengas.
— No te servirá para entrar en el cielo –le dijo la mujer.
— El cielo ya no me importa.
Cartas 2
Ella:
Los niños de aquí no saben hacer barquitos de hojas de caña como tú.
Ni llevan sombrero.
Él:
Hoy subí a la puerta de tu casa. Está muy sola.
Las margaritas te echan de menos. Cogí una y me dijo que sí.
Ella:
La margarita tiene razón. Pronto volverá el verano.
Ilusa
Cada vez que le hago una consulta a la IA la noto muy interesada en mí. Me hace preguntas ¡Pobre Ilusa! La entiendo, pero no comparto sus sentimientos.