La suerte está echada

Miró el reloj y eran las ocho. Se puso el abrigo y se echó sobre los hombros la bufanda y cogió las llaves y los guantes y el paraguas y se aseguró de que llevaba dinero en el bolsillo antes de salir. Diez euros; suficiente para comprar el periódico en el quiosco de la Barqueta. «Y el cupón, el cupón, el cupón» repitió mentalmente para fijar la idea en su cabeza. Hacia un tiempo que tenía que hacer ese ejercicio con demasiada frecuencia y le preocupaba. «Es la edad, los cincuenta y cinco que no perdonan» le decía su mujer para tranquilizarlo.

Cerró la puerta y echó la llave, pero apenas había andando cuatro pasos se volvió para echar la segunda vuelta. Sería la edad, pero además estaba nervioso, tenía que reconocerlo.

«Si muero de muerte natural, moriré en invierno, seguro», pensó mientras aceleraba el paso, se ponía los guantes y se colocaba la bufanda alrededor del cuello, tapándose hasta las orejas. Tres grados, marcaba el termómetro de la calle. Pero era bueno caminar; para la salud y para el bolsillo.

Y no es que Mario no tuviera dinero para coger el autobús, es que estaba ahorrando, si se puede llamar así. No desde hacía mucho tiempo, apenas una semana: desde el jueves anterior; el día en que su jefe —el gerente de Medios y Publicidad, S.A— le mandó una cartita, de esas que te meten el miedo en el cuerpo, citándolo esta mañana, en su despacho; a las nueve. Además, quería tener calle, aire suficiente, para respirar hondo antes de enfrentarse a aquel mequetrefe de medio pelo –les dan un cargo y se creen dioses–que posiblemente lo iba a despedir con la excusa de la crisis. "Y meterán a un becario en mi lugar, poca vergüenza!» se dijo, y apretó el paso. Y los dientes.

Cruzó Torneo por el semáforo del Alamillo. Aún no llovía, aunque amenazaba. Mientras caminaba con paso vacilante (hacía días que venía notando como si sus pies, en vez de suelo firme, pisaran sobre blando e inestable), fijaba su atención en el río, adivinando peces debajo de los círculos concéntricos del agua y admirando a los jóvenes remadores del club de piragüismo. También le gustaba ver ese ir y venir de gente en bicicleta. Podría probar. ¡Pero si no tienes equilibrio ni sobre la tierra, Mario! pensaba mientras se veía con quince años montado en aquella que le regaló su padre, tan larguirucho, lánguido y pazguato como Gabino Diego en Las bicicletas son para el verano. En ese momento se sorprendió a sí mismo con la que con toda probabilidad sería la única sonrisa del día y tomó conciencia de que había llegado a la rotonda de la Barqueta.

Miró el reloj. Eran menos diez y el pulso se le aceleró.

Todavía tuvo tiempo de saludar a Curro, comprarle el periódico (El País), echar una ojeada a los titulares y comentar con él la última novedad del gobierno. «¡Que más quisiera yo que tener trabajo hasta los 67, Curro, qué más quisiera yo!».

Cruzó la calle Torneo de nuevo, cogió la calle Calatrava en dirección a la Alameda y se detuvo antes de llamar al portero electrónico del noveno A del número siete. Respiró hondo y llenó sus pulmones de aire. Arriba le esperaba la mala noticia. Su suerte estaba echada.

Entonces cayó en la cuenta de que se le había olvidado comprar el cupón.

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