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Vida nocturna

 Le vió robar los huevos de las gallinas en el corral. Le vio llevarse el almirez de la mesita oval que adornaba la entrada de la casa. Y no dijo nada. 

Vino la madre a devolver el almirez, pidió disculpas por el niño, que mire usted que no está acostumbrado a entrar en casa de nadie y no sabe que hay cosas que no son de uno y que no se pueden coger; los huevos no se los voy a poder devolver, se sentó en la tapia de la alberca, los agujereó y se los bebió, pero yo le he hecho jurar que no lo volverá a hacer. Dígame usted cuánto le debo.

 Pero que va mujer,  entre usted, por dios, y siéntese, y el niño, que no se quede ahí en la puerta. Dígale que entre, está asustado. ¿Como te llamas?  La madre contestó por él. Pues que se venga mañana a jugar con mis niños si quiere. Tiene un hermano, más chico, dijo la madre. Pues que venga también.  

Escuchó la reverberación de sus risas, chapoteando debajo del chorro de la alberca. Cada vez más fuerte. Hasta que los sonido se fueron difuminando, dando paso a uno desagradable, agudo y tintineante.

¡La campanita! 

Apretó los ojos muy fuerte, negando con la cabeza repetidamente. La monja tiró de la manta hacia abajo con fuerza y ella levantó medio cuerpo, estiró el brazo y volvió a taparse con rabia. La monja volvió a tirar y la dejó totalmente destapada. 

— Venga, niña, no te hagas la remolona. Todos los días te tengo que espabilar.

A la noche siguiente, difícil precisar la hora, volvió a ser verano bajo el chorro del agua del pozo que caía en la alberca. Quedaban pocas ranas por sacar.

— Ponte el bañador y ayúdame a cogerlas, le dijo él. Está buena.

—Mi madre no quiere que me bañe porque dice que el agua es mala para la sangre que tengo.

— ¿Qué sangre? ¿Te hiciste una herida?

— No, yo no, se hizo sola. Dice mi madre que es porque me he hecho mujer. 

— Pues yo no veo que tengas herida ninguna. Y tampoco veo que seas una mujer.

— Yo tampoco lo veo. Pero qué sabrás tú que eres un niño. Tampoco me dejan subirme a los árboles.

— ¿Y eso es por la herida o por ser una mujer?

—¡Mira, mira, mira! Allí, allí, acabo de ver una  rana! ¡Cógela, cógela...!

Y sintió entonces como un tirón en los pies y la manta deslizarse hacia abajo. Y la campanita, la dichosa campanita. Y apretó los ojos. Y dijo que no con la cabeza.

—Bueno, la cogeremos esta noche —pensó finalmente. Y se echó de la cama sin mirar a la monja. 


La memoria de los gatos


La memoria de los gatos

Volví al lugar años después. La casa parecía más pequeña de lo que yo la recordaba. Don Antonio había muerto. Su vieja silla de enea aún estaba en un rincón. Me senté en ella. El crujido de la madera rompió el silencio.

Dije en voz alta:

—Había una vez un viejo, llamado Don Antonio, que había sido carretero en su juventud.

Me detuve un momento. ¿Para quién estaba contando?

El bastón de Don Antonio estaba colgado en la pared. Me levanté y lo cogí. Y al volver la cara, lo vi. Era un gato blanco enorme, de ojos azules, con cara de haber consumido casi todas sus vidas. Se sentó en el escalón de la casa, observándome. Al rato apareció otro. Y después otro y después otro. Se fueron adelantado poco a poco hasta que se situaron todos a mi alrededor, tendidos sobre el suelo ajedrezado.

Tragué saliva y recomencé.

—Había una vez un viejo, llamado Don Antonio, que había sido carretero en su juventud —murmuré con voz temblorosa. 

Los gatos ronronearon y luego me miraron con los ojos bien abiertos y expectantes. Parecían interesados.

Proseguí mi relato con un poco de más vivacidad. 

—Cuando éramos niños, cada tarde esperábamos que Don Antonio tomara su silla baja de enea y se acomodara en el porche. Parece que lo estoy viendo: encorvado, ojos azules; una gorra protegía su pelo blanco y su voz pausada nos llevaba a tiempos y lugares que nunca habíamos visto, pero que nos resultaban familiares pues el señor Antonio repetía aquellas historias, con alguna leve variación, una y otra vez. Siempre que las contaba, los gatos aparecían y se acomodaban a su alrededor. Nunca los llamaba, pero ellos acudían. Siempre los mismos.

—Señor Antonio, ¿por qué siempre vienen los gatos a escucharle? —Le pregunté una vez, intrigado.

Él sonrió, acariciando la cabeza de un gato rubio que se le había subido a las rodillas.

—Porque recuerdan —me dijo.

—¿Qué recuerdan? —insistí.

—Todo. Las historias que cuento, a vosotros y a mí.

En ese momento el gato blanco pareció sonreírme. Le correspondí con un parpadeo suave y me dispuse a contar la historia otra vez. Tenía que añadir algo nuevo y una pregunta me rondaba: ¿transmitían los gatos las historias antes de morir?

El tiempo pasó. Volví al lugar años después...

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*Imagen generada con IA

El libro oscuro

Un hombre llamó a mi puerta. Un hombre vestido de negro con un libro en la mano. Un libro oscuro con tapas de cuero envejecido. Tuve miedo. No le abrí. Dejó el libro en el umbral y se marchó.

Pasaron tres días con sus noches sin que me atreviera a abrirlo. Sobre la cubierta, un reloj de arena tallado en relieve parece deslizarse con el roce de mis dedos.

Hoy, por fin, lo abrí. Todas sus páginas están en blanco, excepto una nota escrita a mano con tinta negra:

"No te duermas. Escribe tu historia. Algún día vendré a por ella. Estaré cerca".

Me observa. Lo sé. El hombre del traje negro vigila desde algún rincón invisible. Por eso no duermo. Por eso escribo.

La pluma resbala sobre el papel vacío. Cada palabra que trazo es un latido más en mi pecho. Un minuto más. Un aliento más. 

No puedo detenerme. Si dejo de escribir, mi historia se acaba. Y él volverá.

Ayúdame.


El ilusionista

 Érase una vez un mago vestido de gris. Gris era su traje, gris su camisa, su corbata era gris y hasta su maletín tenía grandes letras grises anunciando su profesión:

Un día, en la plaza pública del pueblo, el ilusionista gris dio una función y a ella acudieron los más grandes aficionados a la magia: los niños.
La función estaba resultando magnífica, todos aplaudían y lanzaban al aire alegres gritos de admiración. Pero el ilusionista quedó impresionado por los ojos de un niño que lo miró todo el tiempo fijamente sin tan siquiera esbozar una sonrisa. Al terminar el espectáculo el ilusionista se acercó a él y le preguntó: ¿por qué estás tan triste, no te gustó mi magia? Y el niño le contestó: "no sé, siempre soñé que la magia era de colores”.
Al día siguiente volvió el ilusionista a representar su función vestido de rojo y buscó entre el público al niño de la mirada triste. No lo encontró. Al día siguiente su traje fue azul, pero el niño no estaba. Y vistió el ilusionista todos los colores del arco iris, uno por uno, día tras día, con la esperanza de encontrar al niño sentado frente al escenario y arrancar de sus labios una sonrisa. Pero el niño no volvió.
Pasaron las semanas, los meses y los años, y un buen día apareció en la plaza del pueblo un bonito cartel con letras rojas, azules y amarillas anunciando un gran espectáculo de magia:

LA ILUSIÓN AL ALCANCE DE TU MANO.


La plaza se llenó esta vez también de niños y el ya viejo ilusionista apareció encima del escenario vestido con un deslumbrante y maravilloso traje de colores. De pronto, quedaron sus ojos clavados en la fila numero ocho y sintió un estremecimiento.  Allí estaba,  con la misma mirada perdida y triste de aquel niño decepcionado que ya era todo un hombre. Su gesto lo decía todo.

 “¡Oh...pero... si me vestí de colores por ti!”,  le dijo el ilusionista cuando acabó la función.

El hombre triste se encogió de hombros y le contestó al mago con una forzada sonrisa en los labios: “Si, pero ya no creo en la magia”, se dio la media vuelta y se alejó lentamente de la plaza.

Aún pudo escuchar a lo lejos la voz del esperanzado ilusionista: "¿entonces por qué volviste?”.


Publicado el 20/05/2010. Escrito antes de 2006.

La puerta



Hay puertas que cautivan.  Son viejas puertas con historia. Esta lleva incrustada el olor a retama quemada y el aroma del pan recién sacadito del horno de la vieja panadería. 

Tras ella, aún se conservan los ecos de las voces de Mariana, su fundadora allá por 1905,  y de María, hermanas de mi bisabuela Remedios, mujeres, las tres, arrugaditas como pasas de tanto trabajar, y luego del maestro pala y de Emilia, una generación herida por la guerra,  y de la risa floja de Lily,  que cogia un bollo "prestado" para dárselo a escondidas a Paquito. "Cosas de chiquillos" le decía el tío Salvador Chines a Miguel de Mariana cuando este les reñía. "¿Que más da un bollo más que menos, Miguel? ".

Pero Miguel vigilaba cada gramo de harina y así amasaba el futuro. Y encargaba a Emilia que estuviera atenta a su niña y no le perdiera ojo a sus trabajadores, que "a veces se distraen", decía Miguel. Ella procuraba cumplir, aunque otras veces hacia la vista gorda porque había gente que no podía comprarse un pan blanco.  Había escasez.

Muchos hombres acudían al alba a la explanada de la Ermita, muy cerca de la panadería, día tras día, para entrar en una especie de subasta donde los escogían para trabajar hasta la puesta de sol.

"Tú y tú y tú, sí; los demás, otro día, que no hay trabajo para todos. Y tú, Antonio, espera: a ver si te pasas por mi casa y me limpias la cuadra y la corraleta de los cochinos y ya más adelante habrá trabajo" decía el encargado del cortijo.

Menos mal que estaban las cabrillas, me contó mucho despues mi padre —Paquito el huerfano le llamaban— y que  la leche no faltó nunca ni en los Burgos en casa de su abuela Remedios,  ni en Valle Niza, en casa de su tío Antonio, ni más tarde en casa de su tía María, en los Ruises, al lado de la panadería; que en todas estas casas estuvo viviendo de niño mi padre, siempre de un lado para otro,  como rifado. Tampoco faltaban los espárragos, ni los chumbos coloraos recien barridos y lavados. Ni el pan de habas casero, ni el café de cebada. Ni la alegría dentro de la tristeza por los lutos y la estrechez.

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*Escrito en 2022. 



Cambios

Se levantó a las siete de la mañana, preparó el desayuno, llevó los hijos al colegio, limpió la casa, puso la lavadora, fue al mercado, tendió la ropa, hizo la comida, puso la mesa y la quitó, fregó los platos y los colocó en su sitio. Recogió la ropa, la planchó y la guardó en el ropero. Se tomó un cafe y encendió la tele. Decían algo de que las mujeres habían avanzado mucho en los últimos cuarenta años y se acordó de su abuela que se levantaba a las siete de la mañana, prendía la chimenea, molía la malta y servía el desayuno, hacía las camas, lavaba la ropa en el lebrillo de barro con el restregador de madera y el jabón verde y cambiaba el agua una y otra vez para enjuagar y venía la vecina y ayudaba a exprimir, retorciendo cada una por una punta las sábanas enrolladas, tendían la ropa juntas y luego cada cual a su casa a preparar la comida. Y después de comer fregaba los platos, los peroles y las sartenes. Y le daban las seis de la tarde ordenando y ya no podía más con su cuerpo cuando llegaba el hijo del campo y soltaba las botas en el escalón para que ella le quitara el estiércol de las suelas. Y le decía “qué hay de cenar hoy, que vengo muerto de hambre” y María se levantaba y se ponía a pelar papas y a sacar carne en aceite de la orza. Y comían en silencio, salvo cuando ella preguntaba:
—Abuela ¿mamá trabaja en el cielo tanto como tú?  
—No, hija mia, el cielo tiene esa ventaja, que ya no hay que doblar tanto el lomo. 
Y seguían cenando en silencio a la luz del quinqué.

La urraca y la rana

Andaba la urraca enterrando semillas por el bosque cuando escuchó como alguien roncaba debajo de una hoja. La levantó y allí estaba la rana. Se le hizo el pico agua, pero algo le llamó la atención: aquella rana brillaba; quedaría bien de adorno en su nido. Acercó su cabeza a su corazón sin rozarlo, escuchó su latido bombear en una especie de chasquido. No la despertó.
"Tengo que descubrir el misterio de su brillo”, pensó, y levantó el vuelo.
Al día siguiente,  la urraca volvió. La rana estaba en el lago y de un solo salto se puso en tierra y se escondió tras una roca.
— No me hagas daño —le dijo la rana—. Soy inofensiva. Me gusta nadar y tomar el sol.
— No te quiero hacer daño. Cuentan cosas falsas sobre mí y nadie quiere ser mi amiga. Busco una amiga como tú.
— Pues a mi me pareces bonita. Tu plumaje cambia de color con el sol. Es atrayente.
La urraca correspondió al piropo.
— Igual que tu brillo; es especial, diferente al de las demás ranas. Sube a mi cuerpo y te llevaré hasta el cielo. Ya me contarás tu secreto.
La rana no lo pensó, dió un salto y se subió a la urraca.
— Haremos añicos tu mala fama, dijo la rana confiada y feliz.
La urraca chachareó algo para sus adentros.
Aquella noche, desde el fondo del bosque, se pudo ver un brillo con forma de rana extinguirse poco a poco en el nido de aquel pájaro.

Mustio

En enero de mil novecientos diecisiete, Doña María, enferma de tuberculosis y viendo cercana su muerte, decidió casar a su sobrina Conchita, de diecinueve años, huerfana de padre y madre, con su hermano Antonio, viudo con un hijo y veinte años mayor que aquella.

Una vez celebrado el matrimonio y en la misma noche de bodas Don Antonio le dejó claro a Conchita por la vía de los hechos que no podía consumar. Para Conchita fue un verdadero alivio. Aunque pronto comprobó,  para su desgracia, que su tío no estaba en condiciones de ofrecerle casi nada, porque ni tan siquiera tenía sesera para llevar la abacería. Tenía que hacer algo o acabarían siendo pobres. Así que le sugirió sutilmente a su marido que dejara en sus manos el negocio.

Don Antonio le dijo que ni hablar, que no iba a consentir que su mujer estuviera trabajando de cara al público, y un día se presentó en la abacería con su hijo Miguel para que fuera el encargado. También metió a una muchacha que vino del pueblo para atender a la clientela.

Pasado un mes, Don Antonio miraba a la tendera con ojos de deseo. Conchita reparó en ello, pero, vistas las capacidades amatorias de su marido, no le preocupó. Para ella estaba mustio.

Pero pasaron dos meses y la tendera se sonrojaba cada vez que el hombre aparecía por la tienda, mientras Don Antonio se regocijaba dentro de su traje; detalle este que no se le escapó a Conchita, que asombrada decidió celebrar el acontecimiento despojándose por fin de sus enaguas en la cama de Miguel.

La abacería resultó ir de viento en popa.

Doña Lorenza

Doña Lorenza la solterona, rubia, ojos color verde oliva, de unos cuarenta y tantos, tenía una tienda donde vendía legumbres, aceite a granel, carne de membrillo, chocolate y cerveza, con un emparrado en la puerta bajo cuya sombra impartía cada tarde clases de costura y bordado a las niñas del pueblo en edad de empezar el ajuar, aunque el novio no hubiera aparecido todavía.
A las cinco y media de la tarde, con rigurosa puntualidad, llegaba en bicicleta Miguel, al que Doña Lorenza quería como un hijo desde que de niño quedara huerfano de madre. Se mantenía a una distancia prudencial, posado sobre sus albarcas silenciosas; esperando.
Las malas lenguas podrían añadir alguna historia de amoríos entre Lorenza y el padre de Miguel, el típico caciquillo de pueblo, pero no vamos a dar aquí pábulo a chismes de comadres y tabernas.
El chaval, alto y bien hecho y con unos ojos negros que quitaban el sentido, era ya un hombre y su presencia alborotaba a las quinceañeras. Sobre todo se inquietaba Remedios que se levantaba de la silla cada cinco minutos con cualquier pretexto. Pero Doña Lorenza era la mar de comprensiva y, cinco minutos antes de que terminara la clase, le daba permiso para que diera por terminada la labor.
— Anda, hija mía, que pareciera que tienes un garbanzo en el culo. Ve, ve, y ya vuelves mañana, que de coser vas a tener tiempo, pero el amor pasa volando como las mariposas.
Y allá que se levantaba rauda Remedios y se montaba en la bicicleta con Miguel y se marchaban por aquellos caminos de tierra a pintar un corazón con dos flechas en el tronco de cualquier algarrobo, mientras a Doña Lorenza se le caían dos lagrimones de nostalgia.

Una maestra en apuros

— ¿Y eso se lo has contado a papá y a mamá? 

— ¿El qué?

— ¿Que tienes pensado volar en la bici? 

— No, quiero darles una sorpresa.

— Pero verás, Juan, los niños tienen que contarle a papá y a mamá todos los planes que tengan. ¿Y a dónde piensas volar, Juan?

— Desde mi calle al cielo, como Eliot y ET

— Pero las bicis de verdad no vuelan, cariño.

— Si vuelan, yo las he visto volar. 

— ¿Cuándo?

— En la película.

— Pero en la película es una fantasía, cielo.

— Pero mi mamá me ha dicho que si lo deseas mucho mucho los sueños se pueden cumplir. Y que si tú los persigues para cogerlos los alcanzas.

— Pero volar con una bici es imposible Juan. Hay que volar dentro de un avión con mamá o con papá o con una persona mayor.

— ¿Y en avión se llega a donde está el abuelo? 

— No cielo, el abuelo está en un cielo que está más lejos.

— Pues yo quiero ir aunque esté más lejos. Mi bici es fuerte y veloz.

– ¿Sabes una cosa Juan? Escúchame bien. Escuchadme todos. Todos vamos a ir al cielo algún día. Pero tenemos que esperar mucho tiempo porque hay cola para ir ¿Lo entiendes cariño?¿Lo entendéis?

— Sí, como cuando fuimos al cine, a ver ET, que había cola.

– Sí, eso, pero la cola para ir al cielo es muy larga y aburrida. Así que es mucho mejor hacer otras cosas mucho más divertidas. Toda la vida, ¿vale?

– ¡Vale! Entonces puedo ir con la bici a otro sitio mientras? 

– Claro, cariño. Pero siempre se lo tienes que decir a mama y a papá. ¿Vale?

–  Pues entonces iré a la luna, como los astronautas.

Demasiado tarde

Tal vez en otro momento, padre. Pero ahora no. Ahora voy a ser el garbanzo negro de la familia que no acude con puntualidad allí donde se le espera; ese mal hijo que desprecia el cargo de gerente que me ofreces en tu prestigiosa fábrica de cerveza, donde podría llegar a ser un hombre de éxito, como es tu deseo. Pero ahora no. Porque ahora quiero pedalear hasta el pico más alto de mis sueños y vivir mi propia carrera. Tal vez vuelva luego demasiado tarde, tras un paseo desigual por la vida. Pero sólo entonces podré sentarme tranquilo en la puerta de tu casa, a la sombra de tu parra, frente al mar, contemplar la belleza de los rizos que el viento provoca en las olas y recordar sin angustia aquel día en que me quisiste enseñar a nadar. No me ofrecías tu mano cuando me hundía y me ahogaba. Aún recuerdo la sirena de la  ambulancia y el llanto de mamá a mi lado. Esperaste demasiado para salvarme.


* Este relato ha sido escrito dentro de las normas establecidas en Club de Teatro y Lectura de la Viñuela (Málaga). Se trata de hacer un relato de no más de 180 palabras con diez palabras dadas. Una buena prácticas para crear hábito de escritura, probar diferentes temáticas y aprender unos de otros.

El entierro

Un hombre preguntó quién era el muerto, escandalizado por el grupo de muchachos que apedreaban el ataúd al paso de la comitiva, formada por tres curas, seis monaguillos y diez seglares con antorchas, rumbo al cementerio de San Fernando en aquella calurosa mañana del verano de mil novecientos seis. Algunos caballeros rompieron la fila intentando disuadir a los mozalbetes.

En realidad, el suceso era una muestra más de la ola anticlerical propia de la época, nada personal contra el finado.

Enseguida se formó un corrillo en torno al caballero que preguntó interesado:

— Es un cura —contestó una mujer toda vestida de negro a la que apenas se le veia el rostro cubierta como estaba por un pañuelo negro anudado bajo el cuello que le ocultaba la cabeza y la cara.

— Es un marino de la Armada —dijo un viejo, acodado en la pared, que escuchaba la conversación—. Cuentan que navegó por los mares del Sur. Vino de tierras malagueñas, como tantos otros.

— Tengo entendido que es un Capellán de la marina. Lo entierran en el Pabellón de hombres ilustres, debe haber sido importante —Terció un hombre maduro con traje de alpaca, chaleco y leontina.

— Importante o no, ya está fiambre —Sentenció un muchacho que portaba un canasto lleno de pescado sobre el que revoloteaban una cuantas avispas.

Intervino entonces, en tono respetuoso pero enérgico, un caballero vestido de forma humilde, con la cabeza cubierta por una gorra:

—Señores, un respeto para el muerto. Un hombre bueno y cabal al que he venido a despedir. 

— ¿Y usted quién es, si se puede saber? 
—Preguntó el pescadero en esas.

— Yo no importo para el caso, muchacho, pero no quiero ser descortés; me llamo Salvador.

— Pues ya da igual quien sea el muerto, ¿no le parece Salvador? También damos igual los vivos.
 ¿Quien se acordará de él mañana o dentro de cien años? 

— Yo me acordaré mientras viva. Que en paz descanse Don Manuel Robles Postigo. Fue mi maestro —dijo Salvador– y mi pariente.

— ¿Maestro de qué? ¿no era marino? ¿No era cura? —puso interés el de la leontina.

— Maestro de lenguas, de pensamiento, de palabras, señor. Antes de echarse a la mar, cuando yo era un chaval de catorce años, él me inculcó el amor por las letras.

— Pues de mi seguro que nadie se acuerda cuando me muera. Soy un simple vendedor de pescado —dijo el muchacho del canasto–. Ni tengo padre ni madre ni solar donde caerme muerto.

— Disculpe,  pero yo escribo versos sencillos igual al hombre leído que al cenachero, lo mismo al cielo que a la cigarra o a los pececillos de la mar.

– Los hombres leídos, como usted dice, no se preocupan de los pobres. La iglesia tampoco. Mucho boato y mucho oro, eso sí. El pueblo es el que tiene que hablar; más igualdad habría.

— Y así será más temprano que tarde. Ya lo verán los que vengan. Y ahora queden con Dios, que yo tengo que acompañar a mi maestro a su última morada y partir luego a mi destino.

— Pues tenga usted buen viaje Salvador. Y larga vida —dijo el caballero de la leontina.

Se distrajo la concurrencia mirando en ese momento un grupo de gaviotas chillonas que cruzaba el cielo de San Fernando y Salvador aprovechó para marcharse discretamente tras la comitiva del entierro.

En su espalda quedó fija la mirada del pescadero al que se le había quedado en la punta de la lengua la última pregunta para Salvador y que aun tuvo tiempo de hacerle a voz en grito:

— !Eh!, caballero. ¿Cómo se llamaba usted, señor? ¿Salvador qué, señor? 

Pero Salvador ya no le escuchó.



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*Sepa el lector que el suceso del apedreamiento del ataúd del D. Manuel Robles Postigo,  aparece en la Prensa escrita de la época. 

El viaje

De niño, mi sueño era tener un coche de pedales de color rojo y con bocina. Pero eran muy caros, así que me tuve que conformar con el pedal de la máquina de coser de mi madre y mover la rueda grande para un lado y para el otro como si fuera el volante. A mi madre no le gustaba aquella idea y me abrió una libreta de ahorros y a los dos años me regaló una bicicleta.

Fue con aquella bicicleta con la que un tarde llegué a tu casa y nos hicimos amigos. Nos pasábamos la vida jugando bajo la sombra de la parra, pero un día, al poco tiempo, nos dejaron bajar en bici a la playa con mi hermano mayor y allí hicimos castillos de arena y chapoteamos entre las olas; nos gustó tanto que ya fuimos todo el verano. Cada día veíamos pasar el tren y siempre le decíamos adiós con la mano a los que miraban el paisaje por la ventanilla. Hasta que un día, pasado el tiempo, fuimos nosotros los que viajamos en el tren con tu abuela y pasamos por los túneles, que dentro del tren parecía que era de noche, aunque contábamoshasta diez en voz alta y enseguida se hacía de día. Y nos reíamos, porque era como un juego.

Y volvimos más veces a la ciudad y fuimos al parque y a ver los patos del estanque y nos tomamos nuestra primera cerveza con mucha espuma, tanta que rebosaba y nos dejaba unos bigotes blancos que nos hacían parecer payasos y yo limpiaba con mi pañuelo tus labios y vaya sonrisa bonita que tenías. Y fuimos al puerto y vimos los barcos y aquello sí que fue soñar a lo grande, porque ese viaje sí que tendría que ser una verdadera aventura: cruzar el mar, tan azul y tan inmenso, contigo.

Fue entonces cuando nos hicimos novios formales aunque tardamos unos años en casarnos. La boda fue muy bonita y muy alegre y yo no he visto en mi vida novia tan guapa como tú ni tanta comida hecha en los peroles de mi tía ni tanto pan blanco junto, ni tanto baile de rueda.

Luego nos fuimos a vivir a Málaga y montamos una tienda y tuvimos a nuestro hijo, que cumplía un año aquel maldito día en el que los militares salieron a la calle. Y vino la guerra que ganaron y tuvimos que irnos andando por la carretera de Almería y nos salvamos de milagro porque nos tiraban desde el mar y llegamos hasta Alicante, donde también había un puerto. Y sí, viajamos en un barco grande, pero no fue como en nuestros sueños porque nunca pudimos volver. 

Y ya solo nos queda el viaje ese que tú y yo sabemos, en el que vamos dormidos para siempre y no vemos el camino. Como tú ahora, que ya no me ves, aunque yo creo que sí me escuchas porque lo siento en tus manos.

La culpa


Se recuerda escondido detrás de aquellos arbustos, ovillado sobre sí mismo como su madre lo tuviera en el vientre, mordiéndose los labios, sangrándole la boca, orinándose en los calzones como un chiquillo cobarde, llorando por dentro, maldiciendo su vida y aquella guerra, paralizado y muerto de miedo como lo está ahora, veinte años después de aquel fatal minuto en el que el capitán Santiago ordenó apunten, disparen y fuego y su padre, con la cabeza alta y el puño levantado, recibiera en el centro del corazón la bala que lo mató y cayera desplomado al suelo junto a la tapia del cementerio sin que él moviera un músculo para impedirlo, sin gritar basta ya bastardos que es mi  padre, que esto es un  error, que él no ha matado a nadie. Pero no dijo nada. Nada. Por eso ahora se mantiene firme, de frente, con la cabeza alta y el puño izquierdo levantado, al igual que hiciera su padre en el momento de su muerte, y sin pedir perdón a Dios ni a nadie por su venganza, con la mano derecha se coloca la pistola en la sien, apunta y dispara.

16/03/2014

El mago de la calle Goles


Usted no me creerá porque me ve como me ve, no solo viejo, sino vencido y derrotado, que es la peor vejez que puede existir, pero yo le juro que, durante los años ochenta, fui el mejor mago de España. Sí, aquí donde me ve, que no tengo hoy donde caerme muerto. Puede venir conmigo a la habitación donde vivo, aquí, a la vuelta de la esquina, en la calle Goles, porque ya no tengo ni casa, que la mía me la embargó el banco; así se porta este país con los viejos y fracasados como yo.

Échese un trago amigo, que hoy invito yo. 

Como le iba diciendo, era un buen mago.  Trabajé en el Circo Mundial, en el Gran Circo Ruso, en el Teatro de la Magia. Guardo todos los recortes de periódicos de aquella época, las fotos y todos los reportajes donde se alababa mi destreza. Pero de la noche a la mañana dejaron de contratarme. Mis números se estaban quedando anticuados; eso fue lo que me dijeron. Aunque creo que la razón fue otra: los niños ya no se sorprendían cuando veían a un conejo salir de la chistera, a una paloma aparecer entre un pañuelo o a la pobre Verónica escapar indemne de los siete cuchillos que atravesaba el cajón. Pobre muchacha; está peor que yo: muerta y enterrada; tuvo un accidente ¿sabe usted? Aunque tal vez sea mejor morir así, que sufrir esta humillación.

Pero tome usted algo, hombre de Dios. Un vino que le caliente el estómago.

Lo que pasó, en realidad, no es que mis trucos estuvieran pasados de moda o que yo hubiera perdido facultades, es que los niños dejaron de creer en la magia. Me lo dejó claro un chavea el último día de trabajo; esas cosas no se olvidan. Tendría unos diez años y se colaba todos los días en el anfiteatro del circo; se sentaba siempre en la primera fila, para ver las fieras de cerca, decía. ¡Jodio chaval!

Aquel día, al termino del espectáculo, me acerqué al él y le pregunté por qué no se inmutaba con el número de la paloma, ni con el del conejo. Se me encogió de hombros ¿sabe usted? y me contó que tenía una máquina en su casa más divertida que yo. ¡Una máquina! ¿puede usted creerlo? «Una videoconsola», me dijo. Ese fue el principio del fin; la ruina de los magos, de los ilusionistas, de los payasos y de los Juegos reunidos Geyper. Sí, sí, no se ría. También la ruina de la conversación. El mundo avanza, dicen.

¿Quiere otro vasito de vino? Ha dejado de llover, pero es temprano. ¿Camarero!

Y perdone mi atrevimiento; a lo mejor le canso con mis cosas. Es que me pongo hablar y no paro, será por el poco tiempo que hablo con alguien. Vivo solo, ¿sabe usted? Hay que aprovechar estos ratos, que mañana no se sabe. A lo mejor nos cae un satélite encima o un misil que se le escape a los rusos o a los americanos o vaya usted a saber de donde viene. El enemigo está en cualquier parte. Este mundo ya no es nuestro, si es que alguna vez lo fue.

Camarero, unas aceitunitas para el amigo.


11/2/2011

LLueve ahí afuera


Aquella noche, a la hora acostumbrada, cogió las gafas, se las colocó justo encima del ángulo que el perfil de su nariz aguileña dibujaba y abrió la novela de Corín Tellado por la señal que había dejado la noche anterior.
Apenas llevaba diez minutos leyendo, mi madre se levantó sobresaltada de la mecedora de rejilla, soltó el libro en la mesa y se dirigió a la ventana. Abrió los postigos y se quedó ahí, mirando hacia fuera, escrutando la oscuridad. Algo había oído que parecía preocuparle.
Parece que la estoy viendo como si fuera ayer y ya hace más de cuarenta años; de espaldas a nosotras, alta, derecha, peinada con un moño a modo de roete que le dejaba el cuello libre y vestida de negro, siempre de negro; aquella noche también.
Estaba lloviendo. Más bien diluviaba ahí afuera. Pero mi madre nos dijo que un hombre rondaba la casa y que iba a salir.
Tenía apenas siete años, pero percibí el peligro cuando ordenó que nos metiéramos debajo de la cama y que no saliéramos hasta que ella volviera. Y más aún lo percibí cuando la seguí hasta el corral y la vi coger un palo enorme, el más grande que tenía. Y más aún cuando nos dio un beso a cada una y desapareció de nuestra vista tras cerrar la puerta y mi prima rompió a llorar. Y entonces lloré yo también, mientras mi prima tiraba de mí hacia el dormitorio y me empujaba hacía el suelo para que nos metiéramos debajo de la cama; como mi madre había ordenado.
Estábamos a oscuras y tiritábamos, aunque no sabía si de frío o de miedo. Antes de esa noche yo había sentido miedo alguna vez, pero nunca de alguien. Ahora tenía miedo de ese hombre desconocido que dijo mi madre que rondaba la casa. Esta casa que está en medio de la nada, rodeada de cerros por todos los puntos cardinales y a la que hace cuarenta años solo se podía llegar a pie por un caminito estrecho y pendiente que la separaba del pueblo unos tres kilómetros. Y aquella noche diluviaba y había una oscuridad impenetrable, de esas que hacían pensar que cualquier hombre que hubiera llegado hasta aquí conocía el camino y no podía venir a nada bueno. Eso decía mi madre antes de salir por la puerta con el palo en la mano y muy enfadada. Porque sí que parecía que ella supiera los motivos de aquel hombre para venir a rondar nuestra casa.
Encima de la mesita de noche había un reloj despertador blanco (el viejo despertador de la abuela) con las manecillas negras y los número romano muy grandes; lo recuerdo muy bien porque durante toda la noche, mi prima y yo, oímos el tictac del tiempo debajo de la cama. Un tiempo infinito. Interminable. Mi madre no volvió y al amanecer pensamos que se habría ido.
«Será sinvergüenza, será canalla, será ladrón», dijo mi madre antes de salir por esa puerta. Siempre me he preguntado si aquello fue valentía.
Lo recuerdo muy bien: sinvergüenza, canalla y ladrón, fueron sus palabras. Las últimas que yo escuché.
Sinvergüenza, canalla y asesino, debió adivinar ella, porque él había venido a matarla.
Llueve ahí afuera, más bien diluvia. Y el hombre desconocido aún ronda esta casa. Nunca le vi, a pesar de que era mi padre.

17. 7. 2012  

El hilo

— Me rindo.
— ¿Recuerdas a la abuela cuando nos tejía los abrigos de lana con aquellas agujas?
— Inolvidable en aquel sillón de flores; lo hacía al caer la tarde.
— Sí, pero cuando se equivocaba o no le gustaba como estaba quedando destejía, volvía a ovillar el hilo y empezaba de nuevo. A veces con otras agujas, con otro punto.
— Es complicado.
— ¿Por qué? 
—  Porque ya no soy la mujer que se equivoca y vuelve a tejer sino el hilo desgastado del abrigo destejido.
—  Siempre hay algo que nos recicla.
— Sí, volver a soñar. Hasta que caiga el telón.

                                 🧶

                            

El Elefante en la habitación


Imagen generada con texto. IA Canva

No es cierto que los elefantes teman a los ratones. Lo que pasa es que el paquidermo tiene mala vista y se sobresalta con todo aquello que le merodea a ras de suelo y no controla. Se desconcierta, se pone de los nervios y lo aplasta, sin saber lo que pisa. Aunque con toda su intención, cargado de todo su peso y poder. Lo mismo le da que sea ratón o ratita, o cualquier ser vivo pequeño. Y ese es el problema, que a tí, el Elefante, te ve pequeña, diminuta. 
Pero tú eres grande, sí, grande; repítelo. Y  lo ves, claro que lo ves. Es imposible tener un elefante en la habitación y no verlo, aunque te hagas la longui por aquello de la procrastinación, palabreja donde las haya, que yo traduzco por no hacer hoy lo que puedas hacer cuando tengas moral para hacerlo.
Y así va pasando el tiempo, hasta que un día el Elefante te hackea el ropero. 
Y es entonces cuando ves la urgencia de buscar un método para sacarlo de la habitación. Porque entrar entró, aunque tú no sabes cómo.
Descartas matarlo a sangre fría y partirlo en trocitos o buscar un desokupador. No son prácticas acordes con tu forma de pensar.
Lo mejor es tirar todas las puertas y abrir inmensos agujeros por donde quepa el bicho. Luego habrá que ensanchar la calle y las avenidas de tu ciudad. Y ponerle una alfombra roja al animal y un puente de oro para que llegue bien lejos y que allí le rasquen el lomo y le adoren.
Amén.


Vida partida

No soportaba aquella humedad pegajosa en el cuerpo. La culpa era del mar. Pero quién se aleja del Mediterráneo por semejante molestia. El amor siempre prevalece. Y aquella luz.
Al final del verano su estado era preocupante y por más agua que bebía la deshidratación a punto estuvo de tumbarla.
Llegó el otoño y volvió al interior. Allí se recuperó de su dolencia, aunque a los tres meses la nostalgia del mar la consumía y el frío le helaba los huesos.  
Así fueron sucediéndose, años tras año, los veranos luminosos y deshidratadores y los inviernos helados y grises. 
Buscar un final feliz para esta historia fue imposible. Murió con el alma partida en dos mitades.

El Peluche


Juro que si algún día me tropiezo por la calle con aquel monstruo de las galletas no cambiaré de acera. Maldito peluche color azul cobalto, que entraba en el colegio como Pedro por su casa con permiso de la madre superiora. El mote le venía grande, pero nos servía para hablar en clave.
¡Maldito jardinero del mono azul! No solo podaba árboles.
María, Isabel y Adela: adolescentes interruptas por aquellos abusos a quemarropa; tatuajes indelebles, quemaduras vivas en el alma.
Por eso estoy aquí y lo veo todo azul; un fastidio.
Lanzamos globos sonda, emitimos señales de humo y gritos de socorro. “Inventos de niñas locas” nos decían. “Dios os castigará por levantar falso testimonio”. Luego, pasó lo de Isabel, que se cortó las venas. Y por fin lo denunciamos. “Ni en vuestros sueños me encerraréis” decía él con descaro cuando salió del juzgado, libre como las fieras. 
Pero esto no es un cuento y acabará mal. Por pura coherencia: la mía. Si algún día salgo de aquí, juro que lo mataré. Y seré inocente porque estoy loca y lo veo todo azul.



* * Este relato ha sido escrito dentro de las normas establecidas en Club de Teatro y Lectura de la Viñuela (Málaga). Se trata de hacer un relato de no más de 180 palabras con diez palabras dadas. Una buena prácticas para crear hábito de escritura, probar diferentes temáticas y aprender unos de otros.