De sapos y dinosaurios


A este paso no habrá charca que pueda albergar a tanto príncipe convertido en sapo. Ni meteorito que valga para extinguir a tanto dinosaurio. 

Feliz durmiente

Él la despertó con un beso. Ella nunca se lo perdonó.

Cuento real

Se miró en el espejo y se despidió para siempre de aquella que dejaba de ser. Afuera, la corte pedía su sacrificio:¡viva la Reina!.

 

Decía mi abuela que...

...lo malo de la avaricia no es que rompa el saco, sino que lo que sale de dentro está podrido.

Fragmento del Paraíso




La  casa donde vivíamos estaba a tres kilómetros del pueblo y de la playa;  en un cerro y casi en el centro de un círculo que dibujaba el horizonte. Por el norte, cerros más altos llenos de olivos y almendros y en el horizonte el cielo, por el sur cerros más bajos con viñas y huertos, y en el horizonte el mar. Abajo, a sus pies, el pozo y la cañada, nuestro río.

La casa tenia dos naves; eran de muros de piedra muy anchos. La delantera y principal fue la primera que se construyó. Tenía el suelo en blanco y negro,  el clásico ajedrezado, y el techo de obra. Mientas la parte trasera, a pesar de ser más nueva, tenía el suelo de tierra y los techos de caña y madera. En esta segunda nave estaba la cocina, un cuarto trastero en el que había un ropero antiguo con una luna que a mi me parecía entonces muy grande porque yo era pequeña, y un corral donde mi abuela  criaba gallinas y conejos.

Delante de la primera nave, había un porche con un poyete también en blanco y negro. El porche miraba al pozo y a los huertos de abajo, que se encontraban  a unos cien metros bajando por un caminito estrecho y en pendiente. A mitad de camino se encontraba la alberca grande, donde nunca nos bañábamos porque estaba muy sucia. Nos decían que tenia serpientes venenosas y larguísimas, pero nunca llegamos a ver ninguno de esos monstruos y sí alguna que otra inofensiva culebra de agua. Lo que sí tenía la alberca grande era muchas  ranas y, durante un temporada larga, también tuvo peces de colores. Cuando subíamos por la cuesta del pozo a la casa, con los cántaros o los cubos de agua, aquel era el sitio de descanso. Allí nos entreteníamos jugando a perseguir hilanderas o a tirar piedras al agua. Se nos pasaba el tiempo volando curioseando en los huertos cercanos, comiendo guisantes o habas crudas. Alrededor de la alberca grande había un chirimoyo, un granado, orégano en el mismo caño del salida del agua de la alberca y algunas pitas grandes con pitones tan altos como palmeras. Había también allí un precioso Paraíso.


sms

No me llames a la oficina, me han despedido. Tampoco al piso, me han embargado. Al hospital, ni te molestes. Y a la policía, ni una palabra. Te espero en el fondo del lago. 
                                                          

Cabezaloca

«¡Manolito...tienes la cabeza llena de serrín!», le decían niños y mayores al loco del pueblo. Un día, ya cansado, Manolito se pegó un tiro en la sien. De su cabeza salieron diminutos pájaros azules.
 

Fragmento del Paraíso.


Por la mañana me despertaba el sol que cruzaba la ventana para deslizarse suavemente por mi cama. Los domingos, antes de levantarme, mi abuela preparaba el baño. Lo colocaba en el centro de la habitación y situaba muy cerca el brasero con los carbones encendidos; me acuerdo como agitaba el soplillo hasta verlos enrojecer. Luego, con cuidadosa parsimonia, disponía mi ropa limpia en la silla baja de enea mientras se calentaba el agua en la cocina. Cuando estaba a punto de hervir, la vertía en aquella bañera redonda de lata y la mezclaba con la fría hasta conseguir la temperatura adecuada. Cuando todo estaba perfecto, solo entonces, me dejaba que me introdujera en baño de zinc, culminándose la ceremonia cuando esparcía sobre los carbones incandescentes del  brasero unas ramitas de alhucema y toda la habitación se impregnaba de un olor celestial. En verdad, allí, estábamos más cerca del cielo que de la tierra, porque el lugar que pisábamos era el Paraíso verdadero.

 


Dicen las malas lenguas...


...que el Patito feo fue feliz solo un segundo, justo el que tardó en caer desmayado de la impresión en las profundas aguas en las que se miraba cuando creyó ser un cisne. No nos consta que esto fuera cierto, pues Hans Chistian Andersen nos contó la historia de otra manera.
 
 
Fotografía de Juanka Viñolo






Liberado

"Por fin libre", pensó el personaje cuando el autor puso punto final a la novela.

Póstumo

Me dibujas con estos garabatos a los que llamas letras. Me llamas Roberto; un nombre que ni siquiera es el mío. Acaso describes brevemente mis ojos cargados de odio y mis zapatos llenos de barro. Luego, te detienes un poco más en mi alma, resentida por el artificio de esta existencia prestada; siempre a tu servicio. Ahora, me entregas un arma y por fin me enfrento contigo.

Pérdidas

 
Él le pidió tiempo. Ella se lo regaló y lo perdió para siempre.
 

Propiedad conmutativa

El orden de los factores no altera el producto, pero a veces lo manipula. 

El viaje

Son las diez menos cinco de la mañana en el reloj de la Estación de Santa Justa de Sevilla.  María sube a su coche, el siete, y localiza su plaza. Coloca en la zona de arriba su bolsa de viaje color caramelo y se acomoda en su asiento alisándose la falda para que no se le arrugue. Quiere llegar a Madrid de punta en blanco, como decía su padre que había que ir a las entrevistas de trabajo.

El tren arranca. Le ha tocado en sentido contrario a la marcha; una posición que le permite ir despidiéndose poco a poco de este sol y de esta luz que seguro que en Madrid no lucen igual. La invade cierta melancolía que enseguida se dispone a distraer.

Despliega la bandeja pegada al asiento de delante. Coloca encima una carpeta, por si le apeteciera repasar el texto, aunque quizás sea mejor estar relajada para cuando llegue. La cita lo merece, lo exige. Le han dicho que el director del casting es un sieso.

Apenas han pasado unos minutos, cuando entra en el vagón una mujer de mediana edad, fuerte y rotunda. Lleva una bolsa enorme de cuadros azules a rebosar que se le quedó atascada en la puerta.

— Aquí es. Anda que otro día me voy a fiar yo de ti —le dice al que parece su marido, que entra tras ella muy acalorado.

― ¿Y por qué no has mirado antes el billete, mujer?

― ¿Y por qué no lo has mirado tú, que no llevas nada en esas manos que dios te ha dado?

Detrás de ambos aparecen un adolescente de unos quince años, que habla a gritos por el móvil y una chica, de unos trece, con una pompa de chicle rosa en la boca a punto de explotar.

— El tren es guapo, tío, tiene tele y todo. 

— No, no para en los pueblos, esto va a Madrid del tirón. 

— Que sí tío, que sí, que te traigo una camiseta. Joe que pesado eres, tío, que acabo de Salir de Sevilla. Ya le pediré la pasta a mi padre y luego tu me la pagas. 

— Pues la camiseta, ¿Qué va a ser? no me vas a pagar el viaje.

— Anda que no ni ná,  pues claro que me la tienes que pagar. ¡Ya estamos!

Oye, Carlos, ¿quieres dejar ya el móvil, hijo mío?

María queda encantada cuando ve aparecer a la azafata con los auriculares. Pero justo cuando va a comprarlos el señor que va sentado a su lado —traje y corbata impecable y muy repeinado— le habla:

 Andaluces tenían que ser. Siempre dan la nota.

María no se calla, usa un tono contenido, pero irónico:

― Bueno, disculpe usted, pero andaluza soy yo también y voy aquí tan tranquila.

Si, ya, pero esa forma de hablar es de Andalucía. Usted no parece...

― Pues si señor, soy sevillana. El problema es la educación, no la lengua ni el acento.

Bueno, no es correcto hablar el español comiéndose las letras.

― Es que el andaluz es así. No nos comemos las letras, las aspiramos, que no es lo mismo.

  Pues para andar por casa puede valer, pero en otros sitios no.

  ¿Y dónde piensa usted que no se puede hablar en andaluz?

    Pues, por ejemplo, en televisión, los presentadores, o en la radio. Y en las películas; los actores tienen que hablar en español bien pronunciado. Es lo que hago, escoger actores. Es mi trabajo. Estar tarde tengo un Casting en Callao.

Suena el móvil de Carlos. Politono: última versión de La Macarena. El padre le da un manotazo al niño en la mano y el aparato cae al suelo.

María tendría que aprovechar el incidente para levantarse y desaparecer. Pero no puede.

― ¿Y cómo ha dicho usted que se llama la película?

Todo el vagón está pendiente de la familia y el acompañante de María también; no la escucha. Pero María insiste.

― Oiga, perdone ¿Cómo se llama la película?

Los nueve escalones, de Pedro Silvestre.

 María se levanta bruscamente y se dirige a la cafetería. Le sudan las manos y tiene el pulso acelerado.

― Buenos días, por favor ¿me puede poner usted una tila?

― Tila no tenemos, señora, le puedo ofrecer manzanilla, té, menta poleo, café…

  Vaya, pues, agua, agua; una botella pequeña.

― Pequeña no le tenemos, señora, tiene que ser grande.

― Bueno, pues grande, y del tiempo, por favor. 

— Del tiempo no le tenemos, señora, tiene que ser fría. 

— Vaya por dios, pues como la tengamos. El agua, quiero decir, no la sangre. Y es la, la tenemos —murmura María por lo bajini. 

— ¿Decía usted?

— Nada, nada. Que el agua como la tenga. Y deme la cuenta cuando pueda por favor.

 María se queda un rato en la cafetería, mirando el pasar del paisaje a través de los ventanales. Cuando se tranquiliza vuelve a su sitio a recoger su bolsa de viaje. El del casting no está; es un alivio. Los escandalosos dormitan. María desaparece por la misma puerta que entró.

A las doce y treinta y cinco el tren hace su entrada en Atocha. María baja por el vagón número nueve. Lleva las gafas de sol. Va hacia el hall principal a paso lento; no tiene prisa. Busca un banco. Se sienta. Las lágrimas que le resbalan por las mejillas son tibias. Fija sus ojos en el reloj de la estación. En la aguja más larga, que va bajando poco a poco por los minutos como si fueran escalones. Cuenta nueve. Se levanta y se dirige al mostrador de los billetes.

― ¿El próximo para Sevilla?


Circunloquio de madrugada


La que roba a un ladrón tiene cien años de perdón, debe ser por esto por lo que yo practico el insomnio.
Que más quisiera yo que el refrán fuera cierto y encontrarme una mañana con treinta años de propina. Aunque me conformaría con que fueran ocho porque tampoco se le pueden pedir peras al tiempo; lo que por un lado te da, por el otro, seguro, te lo quita. Y no le hables de Santa Rita, que mi tiempo es laico: ni entiende de santas, ni de predicadores, ni de iluminados de la vieja ni de la nueva escuela. Él se lo guisa y él se lo sirve y si no le gusta lo recicla. Que los príncipes azules siempre fueron sapos y las princesas muñequitas de plástico. Que la buena estrella nunca baja del cielo y que el aura no existe, que es un cuento. Y que los fantasmas somos nosotros mismos reflejados en nuestros propio espejo. Por eso digo yo que al pan pan y al vino tiempo. Y si quieres un baile, mejor improvisamos que el tango queda lejos y el bolero ya se ha muerto. Pero roba, roba tiempo, que lo demás ya lo roban ellos.
  

 

Cada tiempo

Cada día tiene su afán
y cada noche su muerte
Cada tiempo su reloj de bronce dorado colgado en la pared.
Cada sueño su despertar 
Cada enero su herida