Guerra perdida

Nosotros estamos vivos, pero ellos son más y nos están esperando.

Maldito duende

Acababa yo de cumplir los ocho años, cuando mi abuela, entonces con cincuenta y siete, empezó a pelear, en voz alta, con un duende que parecía odiar el orden de todas las cosas. El duende le escondía las gafas, la novela de Corín Tellado, el rosario, el quinqué, el soplillo o el azucarero, y le cambiaba de sitio las babuchas, la revista Ama, las tijeras, las medias, el jabón y hasta las horquillas del moño. «Como te pille te vas a enterar, duende del demonio», la oíamos decir. Y mi hermano y yo nos reíamos.
Yo me escondía detrás de la puerta, de las cortinas o de la cómoda de los tres espejos para ver si lo pillaba por sorpresa, pero nunca llegué a verlo. Me lo imaginaba azul, del tamaño de un pepino, con dientes de Ratoncito Pérez, nariz de Pinocho y orejas iguales sino que mucho más pequeñas que las de nuestra burra Catalina. Y soñaba con él por las noches. 
Durante mucho tiempo, mi abuela siguió peleando con «su amigo›, que le «embarcaba la cabeza», decía ella, y la martirizaba con diabluras cada vez de más alto rango: le añadía sal extra a las comidas, metía la ropa limpia en la lavadora o ponía un huevo en el cajón de los calcetines. «Ya está la abuela otra vez con su duende», decíamos, y nos mirábamos con cierta perplejidad y preocupación.
Unos años más tarde, un día, al regresar al barrio, me encontré a mi abuela sentada en un banco de la plaza, echando trocitos de pan duro a las palomas. Estaba descalza y había perdido el camino de vuelta a casa. A partir de aquel día, fue olvidando poco a poco el nombre de todas las cosas y nuestros propios nombres hasta que se perdió a sí misma y no se volvió a encontrar nunca más.
¡Maldito duende del demonio!.

La suerte está echada

Miró el reloj y eran las ocho. Se puso el abrigo y se echó sobre los hombros la bufanda y cogió las llaves y los guantes y el paraguas y se aseguró de que llevaba dinero en el bolsillo antes de salir. Diez euros; suficiente para comprar el periódico en el quiosco de la Barqueta. «Y el cupón, el cupón, el cupón» repitió mentalmente para fijar la idea en su cabeza. Hacia un tiempo que tenía que hacer ese ejercicio con demasiada frecuencia y le preocupaba. «Es la edad, los cincuenta y cinco que no perdonan» le decía su mujer para tranquilizarlo.

Cerró la puerta y echó la llave, pero apenas había andando cuatro pasos se volvió para echar la segunda vuelta. Sería la edad, pero además estaba nervioso, tenía que reconocerlo.

«Si muero de muerte natural, moriré en invierno, seguro», pensó mientras aceleraba el paso, se ponía los guantes y se colocaba la bufanda alrededor del cuello, tapándose hasta las orejas. Tres grados, marcaba el termómetro de la calle. Pero era bueno caminar; para la salud y para el bolsillo.

Y no es que Mario no tuviera dinero para coger el autobús, es que estaba ahorrando, si se puede llamar así. No desde hacía mucho tiempo, apenas una semana: desde el jueves anterior; el día en que su jefe —el gerente de Medios y Publicidad, S.A— le mandó una cartita, de esas que te meten el miedo en el cuerpo, citándolo esta mañana, en su despacho; a las nueve. Además, quería tener calle, aire suficiente, para respirar hondo antes de enfrentarse a aquel mequetrefe de medio pelo –les dan un cargo y se creen dioses–que posiblemente lo iba a despedir con la excusa de la crisis. "Y meterán a un becario en mi lugar, poca vergüenza!» se dijo, y apretó el paso. Y los dientes.

Cruzó Torneo por el semáforo del Alamillo. Aún no llovía, aunque amenazaba. Mientras caminaba con paso vacilante (hacía días que venía notando como si sus pies, en vez de suelo firme, pisaran sobre blando e inestable), fijaba su atención en el río, adivinando peces debajo de los círculos concéntricos del agua y admirando a los jóvenes remadores del club de piragüismo. También le gustaba ver ese ir y venir de gente en bicicleta. Podría probar. ¡Pero si no tienes equilibrio ni sobre la tierra, Mario! pensaba mientras se veía con quince años montado en aquella que le regaló su padre, tan larguirucho, lánguido y pazguato como Gabino Diego en Las bicicletas son para el verano. En ese momento se sorprendió a sí mismo con la que con toda probabilidad sería la única sonrisa del día y tomó conciencia de que había llegado a la rotonda de la Barqueta.

Miró el reloj. Eran menos diez y el pulso se le aceleró.

Todavía tuvo tiempo de saludar a Curro, comprarle el periódico (El País), echar una ojeada a los titulares y comentar con él la última novedad del gobierno. «¡Que más quisiera yo que tener trabajo hasta los 67, Curro, qué más quisiera yo!».

Cruzó la calle Torneo de nuevo, cogió la calle Calatrava en dirección a la Alameda y se detuvo antes de llamar al portero electrónico del noveno A del número siete. Respiró hondo y llenó sus pulmones de aire. Arriba le esperaba la mala noticia. Su suerte estaba echada.

Entonces cayó en la cuenta de que se le había olvidado comprar el cupón.

Reencuentro

Hacía siete veranos que no veía aquellos montes, pero fue ayer en mi recuerdo cuando, desde lo alto de aquel promontorio, divisé aquellas lomas limpias, suaves, aterciopeladas, vestidas de color oro al atardecer.
El olor a salitre y a campo penetraba en mis sentidos como el de la dama de noches, hiriendo de intensidad, y emborrachándome de él me detuve allí por unos minutos. El rumor de las olas aún mecía mis sueños: va y viene, sube y baja la espuma...
Allí aprendí los primeros pasos, las primeras palabras, las primeras letras, los primeros números, los primeros juegos, las primeras canciones.
Allí tuve los primeros sueños, las primeras pesadillas, los primeros miedos.
Allí rompí los primeros juguetes, ignoré los primeros pecados.
Ahora, aquel escenario posaba ante mis ojos de nuevo: la musa de mi vida. Todo más viejo, más desgastado: ¿La erosión del viento en el paisaje? ¿La erosión del tiempo en mis ojos?
No se cuánto tiempo pasó, porque el tiempo allí no tiene nunca prisa. Permanecí inmóvil, ensimismada en mis recuerdos, hasta que el negro color de la noche, salpicado de mágicas e incontables estrellas, descendió sobre mí. Y una vez más, como siempre que vuelvo, encontré la paz que perdí y el dulce regazo de la tierra.

Diálogo de civilizaciones


«El arte de la conversación» (1964), de René Magritte.

***

—Tengo miedo —dijo el vivo—vosotros estáis muertos, pero sois más.
—Tengo miedo —respondió el muerto—, porque llegará un día en que ya no cabremos en este mundo y también aquí nos mataremos los unos a los otros.
—¿Y, entonces, a dónde iremos todos?— le preguntó el vivo.
—Nos iremos a la nada, a empezar de cero —contestó el muerto mientras suspiraba con aires de resignación.

Limón