Encuentro

El cuento es el lugar donde tú y yo nos encontramos. Luego, cada uno tiene su novela.

Historia imperfecta

Nunca lo alcanzaría porque él era un astro y ella escribía desde el subsuelo. Pero esa distancia no le daba envidia, sino un deseo irrefrenable de escribir.
De modo que por cada cuento mínimo que él colgaba ella escribía una historia imperfecta con algún hilo invisible que los uniera.
Así fue durante mucho tiempo, sin que él advirtiera su secreto. O, al menos, eso pensaba ella. Hasta que un día él escribió:
“El cuento es el lugar donde tú y yo nos encontramos, luego cada uno tiene su novela”.
A ella, aquel micro, le llegó directo al corazón y quiso seguirle el juego con otro. 
“Eché la sonda al fondo de mi pozo y allí encontré tus palabras”
Y así fueron encadenando una historia tras otra en una especie de abrazo de dos desconocidos cuya única realidad común era la ficción. 

Verídico

—Si yo te veo, pero cuelga cosas que no sean palabras, que tengo muchas cosas que hacer y no me da tiempo de leerte —Me dijo refiriéndose a mi facebook.

Me dejó sin palabras, pero yo me recupero pronto.

Posdata:

Escribir es una forma de contarnos. 

Imagen digital



La paloma


Colocó la trampa sobre la tierra con una hormiga como cebo. Tras dos horas de paciente espera una paloma blanca posó sus patas sobre el alambre y en un seco golpe quedó atrapada. Sus alas, rotas; su cuerpo, herido; sus ojos, muertos. Y en el pico, la ramita de olivo tronchada.

Clamor

 — ¡Basta ya! —gritó Dios desde el cielo de Gaza. 

"Entre tú y mis ideas"

Imagen de Charo Llamas.
Benajarafe (Vélez-Málaga)

Hacía tiempo que no se miraba al espejo. Frente a él no encontraba su alma sino el adefesio en el que se había convertido. Ella, la que siempre fue, ya no estaba.
Su corazón era un frágil avioncito de papel que intentaba planear entre grandes turbulencias, a merced de todos los vientos, sobrevolando todas las dudas y entregando al diablo todas sus certezas.
Así fue hasta que un día escuchó una canción que le abrió los ojos, trazó un plan y, usando su inteligencia como un eficaz matamoscas, propinó, en el momento adecuado, un golpe certero al miedo. 
—Caíste –exclamó triunfante–. Me quedo conmigo.
Aquella noche, el espejo le devolvió el alma. 

Despoblación


En enero murió de frío el guardia forestal y en febrero su mujer murió de tristeza. En marzo una pulmonía se llevó al otro mundo a Remigio, el leñador, que ya era viudo, y en abril encontramos al herrero ahogado en el río. En mayo murió la tendera, nadie supo de qué, y en junio, su marido, de un ataque al corazón. En julio murió, desangrada, Adelita la soltera y en agosto el médico se suicidó sin dejar nada escrito. En septiembre apareció la matrona con un tiro mortal en la cabeza y en octubre nos dejó el cura D. Benito, que Dios lo tenga en su gloria. En noviembre murió el último niño del pueblo y en diciembre la maestra. Ahora tengo miedo porque empieza un nuevo año y solo quedamos tú y yo.

El último viaje


Se murió Bernardo Postigo en verano o en invierno de 1964. No recuerdo bien si yo iba con sandalias o llevaba calcetines, pero tenía siete años y mi abuela me llevó al duelo; no me podía dejar sola. Fue la primera vez que vi una persona muerta.
Bernardo tenía los ojos cerrados como todos los muertos que tienen quien les cuide. A mi abuela le pregunté que si estar muerto era como estar dormido y mi abuela me dijo que sí, que dormido para siempre. 
Lo que más me llamó la atención es que Bernardo, que tenía el pelo blanco, la cara blanca y el traje negro, tenía los zapatos puestos. Y muy limpios, como para ir a una boda. Entonces le pregunté a mi abuela que para qué quería Bernardo los zapatos si ya estaría dormido para siempre, a lo que mi abuela me contestó que aún le quedaba por hacer el último viaje.
¿Con los ojos cerrados, abuela? Sí, con los ojos cerrados, me contestó ella ¿Y no tropieza? No, ya no tropieza, tropezar solo tropezamos los vivos, hija.
Unos días después, mis amigos y yo jugábamos a los muertos. Llevaba los ojos vendados y avanzaba a tientas por el porche, buscando el cuerpo de alguno de ellos, mientras declamaba a voz en grito ¡voy al último viaje, voy al último viaje! 
Entre risas y malicias, mis amigos me esquivaban, pero el juego nos distrajo y me alejé del espacio seguro. Un instante después oí un grito de mi abuela que ya me avisaba tarde, mientras yo rodaba por un terraplén de cinco metros.
Solo me lastimé un tobillo; ya se sabe que los niños en aquella época éramos de chicle Bazooka o de goma fresca de almendro. Eso sí, mi abuela me recetó reposo o castigo, que aún me ronda la duda, y estuve un día en cama. Cuando ella no estaba en el cuarto, de vez en cuando y sin hacer muchos aspavientos, yo sacaba los pies por debajo de la sábana y me aseguraba de no tener los zapatos puestos. 
Lo he recordado esta mañana cuando me he despertado y lo he vuelto hacer.


A quién dios se lo de...

Yo solo quería que me diera una explicación y el me dijo que lo dejara en paz.

—¿Ahora vos sos la paz? – le espeté con sarcasmo.

Supo entonces que yo lo sabía. Se levantó, hizo la maleta y se fue. No le detuve.
Me aseguré, eso sí, de que su coche desaparecía por el horizonte. Solo entonces entré en la casa, abrí una cerveza y brindé a la salud de la argentina del carajo!

Imagen digital




Imagen digital


Imagen digital de Ulla Ramírez

El duende de la Piedra Gorda (cuento infantil)



Tenía yo seis años cuando mi abuela empezó a pelear, en voz alta, con un duende que le cambiaba las cosas de sitio. El duende le escondía las gafas, el libro, los zapatos, las medias y el peine. «Como te pille te vas a enterar», la oía decir un poco enfadada.
A mi no me gustaba ver a mi abuela enfadada por culpa de aquel duende y me escondía detrás de la puerta, de las cortinas o de la cómoda de los tres espejos para ver si lo pillaba por sorpresa.
Me lo imaginaba azul, del tamaño de un pepino, con dientes de Ratoncito Pérez, nariz de Pinocho y orejas de gato. Pero no conseguía verlo.
Una noche, dejé en la cocina un platito con frutos secos y trocitos de galletas y le escribí un mensaje: 
 "Quiero ser tu amiga y jugar contigo, pero te pido por favor que no le escondas más las cosas a mi abuelita", le decía. 
Y me escondí, esperando que llegara. Por algún sitio tenía que entrar. 
Al poco rato, apareció. Era tal como yo lo había imaginado: pequeñín, azul, con una nariz muy larga y orejitas de gato, aunque llevaba un sombrero picudo con tres bolitas de colores en la punta; muy gracioso. Le vi bajar por el hueco de la chimenea y descolgarse por una cuerda muy fina hasta la tabla de la cocina donde estaban los frutos secos y las galletas que yo le había dejado. Se comió algunas almendras, nueces y avellanas y lo demás lo guardó en un pequeño saquito rojo que traía colgado en la espalda. 
Luego, leyó mi mensaje y empezó a bailar y dar saltos por toda la cocina. Parecía muy contento. Sacó un pequeño trozo de carbón de su saquito y escribió algo encima de la tabla de la cocina. Después, se quedó dormido allí mismo. 
No quise acercarme a leer su mensaje porque lo hubiera despertado. Y me fui muy despacito, muy despacito, sin hacer ruido, a mi cama. Era muy tarde y mi abuela, que me estaba esperando, se acercó a mí, me dio un beso y me leyó un cuento. Me quedé dormida.
Por la mañana, me levanté muy temprano para leer el mensaje del duende. 
Me decía que esconder las cosas de la abuela era para él como un juego, porque los duendes son
muy traviesos, pero que ya no lo haría más porque quería ser mi amigo. Y me proponía un juego nuevo.
"Tienes que buscar mi casa y cuando la encuentres te presentaré a mis amigos", me decía. 
Busqué y busqué y busqué hasta que al fin la encontré. La casa del duende era una cueva muy pequeña dentro de una piedra muy grande. En la puerta de la cueva había un cartel que decía: "Aquí vive el duende de la Piedra Gorda". 
Fue así como me hice amiga del duende y de sus amigos: la libélula, la hormiga, el saltamontes y el escarabajo.
A partir de aquel día, al llegar la tarde nos juntábamos todos en la puerta de aquella cueva para contarnos cuentos de niños, animales y duendes.

————
* Escrito para leer a los niños en la actividad lúdica organizada por el colegio público de mis nietos, a la que se refiere la imagen del cartel arriba expuesto, editado por el colegio.

* * Este cuento parte de los primeros párrafo de otro cuento para adultos, que está incluido en este blog y que se llama "Maldito duende".