desaparecido

Mordió el polvo y se convirtió en estatua de barro. La lluvia hizo el resto.

La mujer y el dinosaurio


   —¿Todavía estás aquí? —le dijo ella.

Epílogo del Génesis

 
 
Al abrir los ojos, vio Dios un mundo sin hombres y cayó en la cuenta de que había descansado demasiado tiempo.
―No importa: ahora está perfecto ―pensó. Y se sumergió en el más profundo de los sueños eternos.

Recomenzando

Reiniciando el sistema. Lista...

Cuento de hace mil años


Era la planta preferida de la princesa; un rosal frondoso, de tallo erguido, espinas fuertes y hojas verdes y sanas, que vivía en el jardín de palacio.
Pero ocurrió una desgracia: vino un viento huracanado que lo arrasó todo y el rosal no pudo resistir el envite. Sus ramas se quebraron y acabó con sus rosas en el suelo. Se sentía como un vulgar rastrojo y en sus noches de delirio marchito oía voces extrañas que salían de la tierra donde se aferraban sus raíces.
«Que desgraciado soy, en mi raíz suenan voces extrañas: ¡El rey Midas tiene orejas de burro! ¡El rey Midas tiene orejas de burro! », se quejaba un día el rosal con lágrimas como espinas.
Él no sabía qué significaban aquellas palabras, así que decidió investigar. Preguntó a los árboles más antiguos del jardín, que guardaban la sabiduría en el tronco, y estos le respondieron: «Es solo una historia que hace mucho tiempo un hombre escribió; se llamaba Ovidio». «¿Pero por qué las oigo yo?», preguntó el rosal. «La trajo el viento con su fuerza, pero pertenecen al pasado y al mundo de la imaginación, no has de tener miedo» le dijo el árbol.
Pero el rosal siguió escuchando todas las noches aquellas misteriosas voces que salían de su propia raíz; consumía toda su savia en reflexionar sobre su significado y no le quedaba ninguna para crecer de nuevo.
Una vez restaurado el palacio, volvió la princesa a visitar el jardín y viendo a su rosal preferido maltrecho y sin fuerzas, preguntó al jardinero qué ocurría: «¿Le falta agua a mi rosal?, ¿le falta abono? ¿Qué le pasa jardinero?» «No, princesa, lo riego a menudo y lo abono como es debido, pero tiene una enfermedad que lo consume: oye voces desde el fondo de la tierra que lo alimenta y eso le impide crecer».
Inmediatamente, la princesa dio una orden al jardinero: «¡Transplántalo lo antes posible! ¡Mañana quiero verlo frente a mi ventana!» «Será traumático mi princesa, perderá raíces y algunas ramas”», le contestó el jardinero. «No importa, corta todo lo que no sirva y transplántalo, »
A la mañana siguiente, sólo una ramita de rosal despuntaba sobre la tierra frente a la ventana de la princesa. Ésta, recién levantada, abrió su ventana y le habló así: «¿Cómo estás rosal mío?, ¿sigues oyendo tus fantasmas? ¡Se sordo por mí: necesito que vuelvas a darme flores como aquellas!»
Y así todos los días, hasta que el rosal dio como respuesta un pequeño brote, un milímetro más, un verdor distinto y más brillante, y, luego, hojitas tiernas de un color verde luminoso. Y, por fin, en primavera, rosas rojas de un exquisito olor.

Cabeza perdida

«Perdí la cabeza por una mujer», se le oyó decir desde no se sabía donde.

Imagen digital


 Imagen digital de Ulla Ramírez

Solución drástica

Un día, los dioses se reunieron para analizar las guerras de religión. A la salida, se autoimolaron.

La decisión de Cenicienta

No se si recordáis que, cuando dieron las doce en el reloj del palacio del príncipe, Cenicienta gritó «¡Tengo que irme!» y a continuación, atravesó el salón y bajó la escalinata tan deprisa que perdió un zapato. A los pocos días, el príncipe buscó a la dueña del zapato y, como ya habréis recordado, encontró a Cenicienta y se casó con ella.
Pero eso fue solo una parte de lo que realmente pasó. Porque yo se, de buena tinta, que Cenicienta volvió totalmente descalza a su casa, porque no perdió un zapato, sino los dos. Y el otro zapato lo encontró el zapatero de palacio.
También él buscó a Cenicienta y cuando la encontró le propuso matrimonio. Pero esta no aceptó porque prefirió casarse con el futuro rey. Y así fue.
Al principio, el rey la trato como correspondía: como a una verdadera reina. Pero conforme iban pasando los años empezó a tratarla con desprecio. Y tanto fue así que se convirtió en una mujer desgraciada y deseó con todas sus fuerzas volver a su casa con sus hermanastras que, al contrario de lo que nos contaron, no eran tan malas.
Claro está que, toda la vida, se arrepintió de no haberse casado con el zapatero.

La nueva vida de La Ratita Presumida

Hasta donde yo sabía hace bien poco y creo que vosotros también, la Ratita Presumida se casó con el gato blanco de dulce voz. Lo que no sabíamos y si alguien lo sabía que lo diga, es que el gato —como era de esperar— dio mala vida a la ratita. Tanto fue así que, al parecer, la ratita llamó a los tres pretendientes que tuvo en el pasado para que le ayudaran a deshacerse del gato. Primero, llegó el cerdo que le gruñó, pero el gato se tapó los oídos y se hizo el remolón. Luego, llegó el gallo que le pico, pero el gato se lamió la pata y se puso una tirita. Y más tarde, llegó el perro que cumplió con su obligación y persiguió al gato hasta echarlo del vecindario. La Ratita Presumida, entonces, le dio las gracias a los tres, fue a comprarse un gran lazo de color rojo, se lo plantó en la cabeza y decidió vivir sola toda la vida.

La crisis de los tres cerditos

Todo el mundo sabe que los tres cerditos prepararon un caldero con agua hirviendo en el hueco de la chimenea y que el lobo cayó en él y salió de allí a toda prisa y escaldado. También sabemos que, a partir de entonces, los tres decidieron vivir juntos en la casa de ladrillo y cemento del tercer cerdito, más fuerte que la de madera o paja que había tumbado el lobo con sus soplidos. Pero lo que no sabe nadie es que, aunque trabajaron mucho, mucho, mucho, vino una crisis y no pudieron acabar de pagar la hipoteca. El banco, entonces, les embargó la casa de ladrillo y cemento y tuvieron que hacerse una de madera y paja. El lobo, de todos modos, no volvió a molestarlos porque hacía horas extras en el cuento de Caperucita.

Deseo oculto

Un cara dura se miró al espejo y lo partió. Desapareció en mil pedazos.

Guerra perdida

Nosotros estamos vivos, pero ellos son más y nos están esperando.

Maldito duende

Acababa yo de cumplir los ocho años, cuando mi abuela, entonces con cincuenta y siete, empezó a pelear, en voz alta, con un duende que parecía odiar el orden de todas las cosas. El duende le escondía las gafas, la novela de Corín Tellado, el rosario, el quinqué, el soplillo o el azucarero, y le cambiaba de sitio las babuchas, la revista Ama, las tijeras, las medias, el jabón y hasta las horquillas del moño. «Como te pille te vas a enterar, duende del demonio», la oíamos decir. Y mi hermano y yo nos reíamos.
Yo me escondía detrás de la puerta, de las cortinas o de la cómoda de los tres espejos para ver si lo pillaba por sorpresa, pero nunca llegué a verlo. Me lo imaginaba azul, del tamaño de un pepino, con dientes de Ratoncito Pérez, nariz de Pinocho y orejas iguales sino que mucho más pequeñas que las de nuestra burra Catalina. Y soñaba con él por las noches. 
Durante mucho tiempo, mi abuela siguió peleando con «su amigo›, que le «embarcaba la cabeza», decía ella, y la martirizaba con diabluras cada vez de más alto rango: le añadía sal extra a las comidas, metía la ropa limpia en la lavadora o ponía un huevo en el cajón de los calcetines. «Ya está la abuela otra vez con su duende», decíamos, y nos mirábamos con cierta perplejidad y preocupación.
Unos años más tarde, un día, al regresar al barrio, me encontré a mi abuela sentada en un banco de la plaza, echando trocitos de pan duro a las palomas. Estaba descalza y había perdido el camino de vuelta a casa. A partir de aquel día, fue olvidando poco a poco el nombre de todas las cosas y nuestros propios nombres hasta que se perdió a sí misma y no se volvió a encontrar nunca más.
¡Maldito duende del demonio!.

La suerte está echada

Miró el reloj y eran las ocho. Se puso el abrigo y se echó sobre los hombros la bufanda y cogió las llaves y los guantes y el paraguas y se aseguró de que llevaba dinero en el bolsillo antes de salir. Diez euros; suficiente para comprar el periódico en el quiosco de la Barqueta. «Y el cupón, el cupón, el cupón» repitió mentalmente para fijar la idea en su cabeza. Hacia un tiempo que tenía que hacer ese ejercicio con demasiada frecuencia y le preocupaba. «Es la edad, los cincuenta y cinco que no perdonan» le decía su mujer para tranquilizarlo.

Cerró la puerta y echó la llave, pero apenas había andando cuatro pasos se volvió para echar la segunda vuelta. Sería la edad, pero además estaba nervioso, tenía que reconocerlo.

«Si muero de muerte natural, moriré en invierno, seguro», pensó mientras aceleraba el paso, se ponía los guantes y se colocaba la bufanda alrededor del cuello, tapándose hasta las orejas. Tres grados, marcaba el termómetro de la calle. Pero era bueno caminar; para la salud y para el bolsillo.

Y no es que Mario no tuviera dinero para coger el autobús, es que estaba ahorrando, si se puede llamar así. No desde hacía mucho tiempo, apenas una semana: desde el jueves anterior; el día en que su jefe —el gerente de Medios y Publicidad, S.A— le mandó una cartita, de esas que te meten el miedo en el cuerpo, citándolo esta mañana, en su despacho; a las nueve. Además, quería tener calle, aire suficiente, para respirar hondo antes de enfrentarse a aquel mequetrefe de medio pelo –les dan un cargo y se creen dioses–que posiblemente lo iba a despedir con la excusa de la crisis. "Y meterán a un becario en mi lugar, poca vergüenza!» se dijo, y apretó el paso. Y los dientes.

Cruzó Torneo por el semáforo del Alamillo. Aún no llovía, aunque amenazaba. Mientras caminaba con paso vacilante (hacía días que venía notando como si sus pies, en vez de suelo firme, pisaran sobre blando e inestable), fijaba su atención en el río, adivinando peces debajo de los círculos concéntricos del agua y admirando a los jóvenes remadores del club de piragüismo. También le gustaba ver ese ir y venir de gente en bicicleta. Podría probar. ¡Pero si no tienes equilibrio ni sobre la tierra, Mario! pensaba mientras se veía con quince años montado en aquella que le regaló su padre, tan larguirucho, lánguido y pazguato como Gabino Diego en Las bicicletas son para el verano. En ese momento se sorprendió a sí mismo con la que con toda probabilidad sería la única sonrisa del día y tomó conciencia de que había llegado a la rotonda de la Barqueta.

Miró el reloj. Eran menos diez y el pulso se le aceleró.

Todavía tuvo tiempo de saludar a Curro, comprarle el periódico (El País), echar una ojeada a los titulares y comentar con él la última novedad del gobierno. «¡Que más quisiera yo que tener trabajo hasta los 67, Curro, qué más quisiera yo!».

Cruzó la calle Torneo de nuevo, cogió la calle Calatrava en dirección a la Alameda y se detuvo antes de llamar al portero electrónico del noveno A del número siete. Respiró hondo y llenó sus pulmones de aire. Arriba le esperaba la mala noticia. Su suerte estaba echada.

Entonces cayó en la cuenta de que se le había olvidado comprar el cupón.

Reencuentro

Hacía siete veranos que no veía aquellos montes, pero fue ayer en mi recuerdo cuando, desde lo alto de aquel promontorio, divisé aquellas lomas limpias, suaves, aterciopeladas, vestidas de color oro al atardecer.
El olor a salitre y a campo penetraba en mis sentidos como el de la dama de noches, hiriendo de intensidad, y emborrachándome de él me detuve allí por unos minutos. El rumor de las olas aún mecía mis sueños: va y viene, sube y baja la espuma...
Allí aprendí los primeros pasos, las primeras palabras, las primeras letras, los primeros números, los primeros juegos, las primeras canciones.
Allí tuve los primeros sueños, las primeras pesadillas, los primeros miedos.
Allí rompí los primeros juguetes, ignoré los primeros pecados.
Ahora, aquel escenario posaba ante mis ojos de nuevo: la musa de mi vida. Todo más viejo, más desgastado: ¿La erosión del viento en el paisaje? ¿La erosión del tiempo en mis ojos?
No se cuánto tiempo pasó, porque el tiempo allí no tiene nunca prisa. Permanecí inmóvil, ensimismada en mis recuerdos, hasta que el negro color de la noche, salpicado de mágicas e incontables estrellas, descendió sobre mí. Y una vez más, como siempre que vuelvo, encontré la paz que perdí y el dulce regazo de la tierra.

Diálogo de civilizaciones


«El arte de la conversación» (1964), de René Magritte.

***

—Tengo miedo —dijo el vivo—vosotros estáis muertos, pero sois más.
—Tengo miedo —respondió el muerto—, porque llegará un día en que ya no cabremos en este mundo y también aquí nos mataremos los unos a los otros.
—¿Y, entonces, a dónde iremos todos?— le preguntó el vivo.
—Nos iremos a la nada, a empezar de cero —contestó el muerto mientras suspiraba con aires de resignación.

Limón


Cosas de la vida

Una cabra soñó con ser oveja y se fue a una peletería. Pero le vendieron la piel del oso antes de cazarla. Salió escaldada. Dibujo encontrado en un artículo de la Sociedad Chilena de Anatomía sobre la producción de Quimeras.

La doble fortuna...

... del que cayó a un pozo y fué rescatado a tiempo y a medida que iba subiendo la distancia que separaba el brocal del fondo, fue viendo como se iban ahogando en él ratas y culebras que no tenían donde agarrarse ni quien las salvara, de modo que se sintió afortunado de ser persona humana y no animal.

greguerías


El sueño de las letras es formar una palabra con todo el abecedario. 

Una novela es el sueño de un libro en blanco.

Ya no caben más suspiros en el aire, hay demasiado huracanes. 

El amor cuando se olvida... se va... ¡a paseo!.

Mensaje en una botella para un alcohólico: prohibido abrir la botella.

El sol estaba celoso de aquel toro enamorao de la luna. 

Se comió la sopa de letras y se quedó sin palabras.

Quien no llora, no mama y quien no mama llora de hambre.

La paloma de la paz se ha vuelto loca: sufre desdoblamiento de personalidad.

En el principio, las palabras congeniaron con las piedras y se inventó la escritura.

La infancia es la magia del tiempo; la vejez, el descubrimiento del truco.

El pingüino se vistió para bailar un vals, pero no tiene dotes.

El camaleón es feo, pero tiene mucho estilo y se cambia de traje según la ocasión.

El niño quiere ser piloto porque su abuelo está en el cielo.

El caracol va despacio porque no necesita llegar a casa.

Una cabra sueña con ser oveja y se va a una peletería.

La leche y el café se reunieron a la hora del desayuno. Hubo flechazo y quedaron para merendar. De la cena nada se sabe.

El sentido de la vida es no estar muerto. Los fantasmas no tienen sentido del ridículo que hacen.

En la última página, el libro puso fin y se quedó sin palabras.

La gallina fue antes que su huevo, aunque los primeros huevos fueron anteriores a las gallinas. (Mi nieto: 6 años. Experto en dinosaurios).

Un día de invierno inusualmente luminoso

El sol va calentando, de nuevo, la tierra; los pájaros recobran su natural jolgorio mañanero; los caracoles suben por los hinojares; los almendros escurren gotita a gotita el agua que les sobra, luciendo de nuevo todo su blanco esplendor. Y la tierra va desprendiendo, poco a poco, un olorcillo agradable, dulce y placentero, un olor que te reconcilia con el mundo: el olor a tierra mojada de los días de inviernos inusualmente luminosos.