El viaje

Son las diez menos cinco de la mañana en el reloj de la Estación de Santa Justa de Sevilla.  María sube a su coche, el siete, y localiza su plaza. Coloca en la zona de arriba su bolsa de viaje color caramelo y se acomoda en su asiento alisándose la falda para que no se le arrugue. Quiere llegar a Madrid de punta en blanco, como decía su padre que había que ir a las entrevistas de trabajo.

El tren arranca. Le ha tocado en sentido contrario a la marcha; una posición que le permite ir despidiéndose poco a poco de este sol y de esta luz que seguro que en Madrid no lucen igual. La invade cierta melancolía que enseguida se dispone a distraer.

Despliega la bandeja pegada al asiento de delante. Coloca encima una carpeta, por si le apeteciera repasar el texto, aunque quizás sea mejor estar relajada para cuando llegue. La cita lo merece, lo exige. Le han dicho que el director del casting es un sieso.

Apenas han pasado unos minutos, cuando entra en el vagón una mujer de mediana edad, fuerte y rotunda. Lleva una bolsa enorme de cuadros azules a rebosar que se le quedó atascada en la puerta.

— Aquí es. Anda que otro día me voy a fiar yo de ti —le dice al que parece su marido, que entra tras ella muy acalorado.

― ¿Y por qué no has mirado antes el billete, mujer?

― ¿Y por qué no lo has mirado tú, que no llevas nada en esas manos que dios te ha dado?

Detrás de ambos aparecen un adolescente de unos quince años, que habla a gritos por el móvil y una chica, de unos trece, con una pompa de chicle rosa en la boca a punto de explotar.

— El tren es guapo, tío, tiene tele y todo. 

— No, no para en los pueblos, esto va a Madrid del tirón. 

— Que sí tío, que sí, que te traigo una camiseta. Joe que pesado eres, tío, que acabo de Salir de Sevilla. Ya le pediré la pasta a mi padre y luego tu me la pagas. 

— Pues la camiseta, ¿Qué va a ser? no me vas a pagar el viaje.

— Anda que no ni ná,  pues claro que me la tienes que pagar. ¡Ya estamos!

Oye, Carlos, ¿quieres dejar ya el móvil, hijo mío?

María queda encantada cuando ve aparecer a la azafata con los auriculares. Pero justo cuando va a comprarlos el señor que va sentado a su lado —traje y corbata impecable y muy repeinado— le habla:

 Andaluces tenían que ser. Siempre dan la nota.

María no se calla, usa un tono contenido, pero irónico:

― Bueno, disculpe usted, pero andaluza soy yo también y voy aquí tan tranquila.

Si, ya, pero esa forma de hablar es de Andalucía. Usted no parece...

― Pues si señor, soy sevillana. El problema es la educación, no la lengua ni el acento.

Bueno, no es correcto hablar el español comiéndose las letras.

― Es que el andaluz es así. No nos comemos las letras, las aspiramos, que no es lo mismo.

  Pues para andar por casa puede valer, pero en otros sitios no.

  ¿Y dónde piensa usted que no se puede hablar en andaluz?

    Pues, por ejemplo, en televisión, los presentadores, o en la radio. Y en las películas; los actores tienen que hablar en español bien pronunciado. Es lo que hago, escoger actores. Es mi trabajo. Estar tarde tengo un Casting en Callao.

Suena el móvil de Carlos. Politono: última versión de La Macarena. El padre le da un manotazo al niño en la mano y el aparato cae al suelo.

María tendría que aprovechar el incidente para levantarse y desaparecer. Pero no puede.

― ¿Y cómo ha dicho usted que se llama la película?

Todo el vagón está pendiente de la familia y el acompañante de María también; no la escucha. Pero María insiste.

― Oiga, perdone ¿Cómo se llama la película?

Los nueve escalones, de Pedro Silvestre.

 María se levanta bruscamente y se dirige a la cafetería. Le sudan las manos y tiene el pulso acelerado.

― Buenos días, por favor ¿me puede poner usted una tila?

― Tila no tenemos, señora, le puedo ofrecer manzanilla, té, menta poleo, café…

  Vaya, pues, agua, agua; una botella pequeña.

― Pequeña no le tenemos, señora, tiene que ser grande.

― Bueno, pues grande, y del tiempo, por favor. 

— Del tiempo no le tenemos, señora, tiene que ser fría. 

— Vaya por dios, pues como la tengamos. El agua, quiero decir, no la sangre. Y es la, la tenemos —murmura María por lo bajini. 

— ¿Decía usted?

— Nada, nada. Que el agua como la tenga. Y deme la cuenta cuando pueda por favor.

 María se queda un rato en la cafetería, mirando el pasar del paisaje a través de los ventanales. Cuando se tranquiliza vuelve a su sitio a recoger su bolsa de viaje. El del casting no está; es un alivio. Los escandalosos dormitan. María desaparece por la misma puerta que entró.

A las doce y treinta y cinco el tren hace su entrada en Atocha. María baja por el vagón número nueve. Lleva las gafas de sol. Va hacia el hall principal a paso lento; no tiene prisa. Busca un banco. Se sienta. Las lágrimas que le resbalan por las mejillas son tibias. Fija sus ojos en el reloj de la estación. En la aguja más larga, que va bajando poco a poco por los minutos como si fueran escalones. Cuenta nueve. Se levanta y se dirige al mostrador de los billetes.

― ¿El próximo para Sevilla?


Circunloquio de madrugada


La que roba a un ladrón tiene cien años de perdón, debe ser por esto por lo que yo practico el insomnio.
Que más quisiera yo que el refrán fuera cierto y encontrarme una mañana con treinta años de propina. Aunque me conformaría con que fueran ocho porque tampoco se le pueden pedir peras al tiempo; lo que por un lado te da, por el otro, seguro, te lo quita. Y no le hables de Santa Rita, que mi tiempo es laico: ni entiende de santas, ni de predicadores, ni de iluminados de la vieja ni de la nueva escuela. Él se lo guisa y él se lo sirve y si no le gusta lo recicla. Que los príncipes azules siempre fueron sapos y las princesas muñequitas de plástico. Que la buena estrella nunca baja del cielo y que el aura no existe, que es un cuento. Y que los fantasmas somos nosotros mismos reflejados en nuestros propio espejo. Por eso digo yo que al pan pan y al vino tiempo. Y si quieres un baile, mejor improvisamos que el tango queda lejos y el bolero ya se ha muerto. Pero roba, roba tiempo, que lo demás ya lo roban ellos.