Cada uno sabe su cuento y Dios el de todos.
Yo pienso, sin embargo, que si dios existiera no tendría tiempo de ocuparse de nuestros cuentos. Él, en todo caso, ya inventó el suyo, dejando el final en nuestras manos y en el devenir del Universo.
Cada uno sabe su cuento y Dios el de todos.
Yo pienso, sin embargo, que si dios existiera no tendría tiempo de ocuparse de nuestros cuentos. Él, en todo caso, ya inventó el suyo, dejando el final en nuestras manos y en el devenir del Universo.
Dos intensos toques de color azul cobalto sobre el lienzo blanco le bastaron a la artista.
El cuadro se exponía en la galería más famosa de la ciudad. Cuando se acercó a contemplarlo, se quedó hipnotizado. No podía mirar para otro lado. Tardó un buen rato en conseguirlo. Cuando se retiró se le acercó la autora con un elegante vestido del mismo color.
—Parece que te ha gustado — le dijo ella —. ¿Pero lo has entendido?
— Antes, no. Pero ahora, sí — le respondió él —. Y se fueron juntos.
Habia una cómoda en la habitación que ocupaba todo el testero frontal. Una cómoda antigua, alta, de tres espejos; como un tríptico. El central inamovible, los otros dos que se plegaban hacia adelante.
El juego, su juego, consistía en colocarse frente al espejo central, cerca de él, y doblar los laterales hacia ella de tal forma que su figura se viera multiplicada por dos una y otra vez.
De esta manera, ella, que estaba sola, sin mas niños por allí con quien jugar, se pasaba las horas haciendo muecas, poniendo caras, inventando burlas y cucamonas, subiéndose las trenzas o cantando y bailando delante de los espejos, como una auténtica payasa muerta de la risa, hasta que su abuela la llamaba.
De modo que creció pensando que podía tener muchas vidas sin dejar de ser ella en todas.
No contó con los personajillos que vivían colgados del techo, ni con los duendes agazapados debajo de la cama o escondidos en los rincones de aquella habitación, que pronto empezarían a manifestarse con alguna travesura. Ni mucho menos con los humanos que habitaban el mundo exterior, más allá de su entorno. Los antagonistas, esos seres diablunos que luego poblaron la vida.
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* Diabluno: no la busquen en el diccionario de la RAE.
El sentido de la vida es estar vivo. Los fantasmas no tienen el sentido del ridículo que hacen.
En enero murió de frío el guardia forestal y en febrero su mujer murió de tristeza. En marzo una pulmonía se llevó al otro mundo a Remigio, el leñador, que ya era viudo, y en abril encontramos al herrero ahogado en el río. En mayo murió la tendera, nadie supo de qué, y en junio, su marido, de un ataque al corazón. En julio murió, desangrada, Adelita la soltera y en agosto el médico se suicidó sin dejar nada escrito. En septiembre apareció la matrona con un tiro mortal en la cabeza y en octubre nos dejó el cura D. Benito, que Dios lo tenga en su gloria. En noviembre murió el último niño del pueblo y en diciembre la maestra. Ahora tengo miedo porque empieza un nuevo año y solo quedamos tú y yo.
* * Este cuento parte de los primeros párrafo de otro cuento para adultos, que está incluido en este blog y que se llama "Maldito duende".
Aprendió los números contando estrellas y se enamoró del cielo. Era en las noches de verano cuando aquellos astros encerraban el mayor misterio ¿Cómo podía ser que estando tan lejos, su sonido le llegara tan claro?
Hubiera inventado una escalera infinita de cristal o subido en alguno de aquellos monopatines de madera que usaban los niños de Benajarafe para rodar sin juicio cuesta abajo, haciéndose los valientes. Pero a pesar de su corta edad, intuía que aquel inmenso espacio había que recorrerlo de otro modo.
Probó la telepatía, de la que le habló su hermano mayor. "Sincronízate", le dijo él, aquella noche de la lluvia de estrellas, y ella se subió al poyete y se concentró en el cricri, repitiendo aquel sonido en voz alta mientras él se reía.
Al final de aquel verano, alguien le contó la verdad: aquella misteriosa onomatopeya no era el sonido de las estrellas, sino el canto de los grillos.
Lloró lágrimas tan espesas como la grasa que escurría su abuela en la cocina después de cada matanza. Hubiera querido tener entonces un borrador de verdades.
Con la pleamar de la marea y arreciando a Barlovento, al mando de las máquinas del Orión, Enrique Robles Postigo –cincuenta y tres años– no se arrugó aquel siete de julio de 1902 cuando el Capitán le ordenó volver al puerto de Almería, del que acababa de salir rumbo a Málaga, donde la carga del Mayfield era pasto de las llamas. La maniobra de acercamiento fue complicada, pero Enrique era un maquinista experto, curtido en la guerra de Cuba y condecorado por aquel el episodio del diez de junio de 1898, del que se hablaría en los libros de Historia. Cuando consiguió la mejor posición del Orión, de inmediato alumbraron al Mayfield y colocaron la bomba para anegar la estancia donde ardían más de ochocientas toneladas de esparto. Pero a las cuatro de la madrugada, el fuego aún seguía vivo y Enrique no quiso turnarse con sus ayudantes. Permaneció toda la noche en su puesto, vigilante del viento y de las llamas, preocupado por los hombres que no escatimaban esfuerzos. A las seis de la mañana, una fuerte tormenta, que descargó granizo de tamaño nunca visto, ayudó a sofocar el fuego. Fue un alivio. Horas mas tarde, el Orión reanudó su viaje hacia el puerto de Málaga. Dos días después, desde la playa de Benajarafe algún pescador divisaría la figura de Enrique en la atalaya de Torre Moya renovando su idilio con el cielo y la tierra que le vieron nacer. Allí tomaba aliento y recordaba aquella conversación que muchos años atrás tuvo con su padre Antonio Robles Gutiérrez, el viejo torrero.
—Toda esta tierra abandonada por el mar, hijo mío, algún día será tuya.
-—No es la tierra lo que deseo, padre, sino la libertad del mar. La brava caricia de sus olas. Quiero ser marino.
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* Inspirado en hechos reales. Enrique era hermano de mi tatarabuelo José y de mi tatarabuela María. Tambien de Manuel Robles Postigo, cura de Benajarafe, capellán de la marina y maestro de latin y los clásicos del poeta Salvador Rueda, cuando este era adolescente.
Ni yo misma me entiendo cuándo te pienso. Por eso procuro no pensarte. Pero el agua ha caído hoy como en aquellos días en los que tu y yo veíamos caer la lluvia con la nariz pegada a los cristales. El vaho de nuestro aliento terminaba por empañarlos. Un presagio.
Un dolor agudo me atraviesa el recuerdo. Mejor que no llueva.