Decía mi abuela que...

Cada uno sabe su cuento y Dios el de todos.

Yo pienso, sin embargo, que si dios existiera no tendría tiempo de ocuparse de nuestros cuentos. Él, en todo caso, ya inventó el suyo, dejando el final en nuestras manos y en el devenir del Universo.

Finales

Estar en el cuento no significa saber cómo acaba la historia.
Escribir un cuento, a veces, tampoco. Porque algún personaje se te puede rebelar y hacer lo que le de la gana.
Tu eres como dios, los creas, pero ellos deciden. 
La próxima vez ten cuidado con el bueno.

Dos latido extras

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Eco

En el espacio vacio te llamé y el eco me devolvió tu nombre.

Poeta

Le quedaron palabras sin verso y se quiso llevar papel y pluma a la eternidad.


Rescate

Bajó hasta el fondo de su pozo y rescató palabras ahogadas.

Azul


Dos intensos toques de color azul cobalto sobre el lienzo blanco le bastaron a la artista.

El cuadro se exponía en la galería más famosa de la ciudad. Cuando se acercó a contemplarlo, se quedó hipnotizado. No podía mirar para otro lado. Tardó un buen rato en conseguirlo. Cuando se retiró se le acercó la autora con un elegante vestido del mismo color.

—Parece que te ha gustado — le dijo ella —. ¿Pero lo has entendido?

— Antes, no. Pero ahora, sí — le respondió él —. Y se fueron juntos.

La curiosidad mató al gato

— Doctor ¿Tiene caducidad conocida el Stent? 
— No señor, es para siempre, pero si se ocluye se dará cuenta.
— ¿Y se ocluyen con frecuencia?
— Algunas veces, cuando pasa el tiempo.
— Tengo sesenta y cinco ¿Dará tiempo a que se ocluya? —dijo sin poder evitar reírse de sí mismo. 

Juego de espejos

Habia una cómoda en la habitación que ocupaba todo el testero frontal. Una cómoda antigua, alta, de tres espejos; como un tríptico. El central inamovible, los otros dos que se plegaban hacia adelante.

El juego, su juego, consistía en colocarse frente al espejo central, cerca de él, y doblar los laterales hacia ella de tal forma que su figura se viera multiplicada por dos una y otra vez.

De esta manera, ella, que estaba sola, sin mas niños por allí con quien jugar, se pasaba las horas haciendo muecas, poniendo caras, inventando burlas y cucamonas, subiéndose las trenzas o cantando y bailando delante de los espejos, como una auténtica payasa muerta de la risa, hasta que su abuela la llamaba.

De modo que creció pensando que podía tener muchas vidas sin dejar de ser ella en todas.

No contó con los personajillos que vivían colgados del techo,  ni con los duendes agazapados debajo de la cama o escondidos en los rincones de aquella habitación, que pronto empezarían a manifestarse con alguna travesura. Ni mucho menos con los humanos que habitaban el mundo exterior, más allá de su entorno. Los antagonistas, esos seres diablunos que luego poblaron la vida.

————

* Diabluno: no la busquen en el diccionario de la RAE.

Cambio físico

Desde hace algún tiempo, ocupo un cuerpo que no es el mío. Por la mañana su boca es amarga como la quina, por la tarde su cabeza pesa tanto que un día caerá como bola de plomo al suelo. Y por las noches, al subir la escalera, sus piernas no obedecen mis deseos. Estoy convencida: esta que habito ya no soy yo. Me ha invadido un cuerpo extraño y rebelde al que inexorablemente tengo que ir acostumbrándome.

Salto mortal


Ella se balanceaba en el columpio bajo destellos de luces multicolores. Él, le daba la réplica, esperando alcanzar por la fuerza de su empuje el preciso instante para el enlace tras el salto. Abajo, en la pista, los hijos –payasos tristes– caían uno tras otro como fichas de dominó por obra y gracia de un primer chute, sin opción ni tiempo ya para escapar de aquel juego de secundarios perdedores. Los dos números se desarrollaban a la vez, en un perfecto caos, signo de identidad de aquella troupe. No había público ni aplausos, pero el negocio resultaba más que rentable para los promotores. Los protagonistas, sin embargo, vivían sus delirios circenses en aquel viejo almacén de uralita, a las afueras de la gran ciudad, puestos de droga hasta los ojos y a punto de alcanzar la gloria con un triple.


Autora de la imagen: Charo Llamas.
Benajarafe (Vélez-Málaga)

Insomnio

Para conciliar el sueño, anoche, me puse a contar ovejas: primero una, luego otra, luego la siguiente; así hasta reunir un buen rebaño. Habría unas cincuenta más o menos. No se cómo se me coló un perro en la escena y un pastor no podía faltar. De manera que, a partir de cierto momento, empezó a molestarme el balar de las ovejas, los ladridos del perro y las voces del pastor. Entonces cambié de método y me puse a contar lobos. Las ovejas desaparecieron, pero tuve que soportar los aullidos de la manada. Seis lobos llamando a más lobos. Insoportable. Di un salto de la cama y salí de la habitación. Fui al baño, baje a la cocina, bebí agua, me asomé por la ventana, miré la noche y suspiré; el reloj de pared marcaba las dos. Me entró frio y pensé que los lobos ya se habrían ido, de modo que subí las escaleras con el ánimo dispuesto para el sueño, pero cuando entré en la habitación, allí estaba el dinosaurio.

Greguería

El caracol va despacio porque no necesita llegar a su casa.

Greguería

 El sentido de la vida es estar vivo. Los fantasmas no tienen el sentido del ridículo que hacen.

Encuentro

El cuento es el lugar donde tú y yo nos encontramos. Luego, cada uno tiene su novela.

Historia imperfecta

Nunca lo alcanzaría porque él era un astro y ella escribía desde el subsuelo. Pero esa distancia no le daba envidia, sino un deseo irrefrenable de escribir.
De modo que por cada cuento mínimo que él colgaba ella escribía una historia imperfecta con algún hilo invisible que los uniera.
Así fue durante mucho tiempo, sin que él advirtiera su secreto. O, al menos, eso pensaba ella. Hasta que un día él escribió:
“El cuento es el lugar donde tú y yo nos encontramos, luego cada uno tiene su novela”.
A ella, aquel micro, le llegó directo al corazón y quiso seguirle el juego con otro. 
“Eché la sonda al fondo de mi pozo y allí encontré tus palabras”
Y así fueron encadenando una historia tras otra en una especie de abrazo de dos desconocidos cuya única realidad común era la ficción. 

Verídico

—Si yo te veo, pero cuelga cosas que no sean palabras, que tengo muchas cosas que hacer y no me da tiempo de leerte —Me dijo refiriéndose a mi facebook.

Me dejó sin palabras, pero yo me recupero pronto.

Posdata:

Escribir es una forma de contarnos. 

Imagen digital



La paloma


Colocó la trampa sobre la tierra con una hormiga como cebo. Tras dos horas de paciente espera una paloma blanca posó sus patas sobre el alambre y en un seco golpe quedó atrapada. Sus alas, rotas; su cuerpo, herido; sus ojos, muertos. Y en el pico, la ramita de olivo tronchada.

Clamor

 — ¡Basta ya! —gritó Dios desde el cielo de Gaza. 

"Entre tú y mis ideas"

Imagen de Charo Llamas.
Benajarafe (Vélez-Málaga)

Hacía tiempo que no se miraba al espejo. Frente a él no encontraba su alma sino el adefesio en el que se había convertido. Ella, la que siempre fue, ya no estaba.
Su corazón era un frágil avioncito de papel que intentaba planear entre grandes turbulencias, a merced de todos los vientos, sobrevolando todas las dudas y entregando al diablo todas sus certezas.
Así fue hasta que un día escuchó una canción que le abrió los ojos, trazó un plan y, usando su inteligencia como un eficaz matamoscas, propinó, en el momento adecuado, un golpe certero al miedo. 
—Caíste –exclamó triunfante–. Me quedo conmigo.
Aquella noche, el espejo le devolvió el alma. 

Despoblación


En enero murió de frío el guardia forestal y en febrero su mujer murió de tristeza. En marzo una pulmonía se llevó al otro mundo a Remigio, el leñador, que ya era viudo, y en abril encontramos al herrero ahogado en el río. En mayo murió la tendera, nadie supo de qué, y en junio, su marido, de un ataque al corazón. En julio murió, desangrada, Adelita la soltera y en agosto el médico se suicidó sin dejar nada escrito. En septiembre apareció la matrona con un tiro mortal en la cabeza y en octubre nos dejó el cura D. Benito, que Dios lo tenga en su gloria. En noviembre murió el último niño del pueblo y en diciembre la maestra. Ahora tengo miedo porque empieza un nuevo año y solo quedamos tú y yo.

El último viaje


Se murió Bernardo Postigo en verano o en invierno de 1964. No recuerdo bien si yo iba con sandalias o llevaba calcetines, pero tenía siete años y mi abuela me llevó al duelo; no me podía dejar sola. Fue la primera vez que vi una persona muerta.
Bernardo tenía los ojos cerrados como todos los muertos que tienen quien les cuide. A mi abuela le pregunté que si estar muerto era como estar dormido y mi abuela me dijo que sí, que dormido para siempre. 
Lo que más me llamó la atención es que Bernardo, que tenía el pelo blanco, la cara blanca y el traje negro, tenía los zapatos puestos. Y muy limpios, como para ir a una boda. Entonces le pregunté a mi abuela que para qué quería Bernardo los zapatos si ya estaría dormido para siempre, a lo que mi abuela me contestó que aún le quedaba por hacer el último viaje.
¿Con los ojos cerrados, abuela? Sí, con los ojos cerrados, me contestó ella ¿Y no tropieza? No, ya no tropieza, tropezar solo tropezamos los vivos, hija.
Unos días después, mis amigos y yo jugábamos a los muertos. Llevaba los ojos vendados y avanzaba a tientas por el porche, buscando el cuerpo de alguno de ellos, mientras declamaba a voz en grito ¡voy al último viaje, voy al último viaje! 
Entre risas y malicias, mis amigos me esquivaban, pero el juego nos distrajo y me alejé del espacio seguro. Un instante después oí un grito de mi abuela que ya me avisaba tarde, mientras yo rodaba por un terraplén de cinco metros.
Solo me lastimé un tobillo; ya se sabe que los niños en aquella época éramos de chicle Bazooka o de goma fresca de almendro. Eso sí, mi abuela me recetó reposo o castigo, que aún me ronda la duda, y estuve un día en cama. Cuando ella no estaba en el cuarto, de vez en cuando y sin hacer muchos aspavientos, yo sacaba los pies por debajo de la sábana y me aseguraba de no tener los zapatos puestos. 
Lo he recordado esta mañana cuando me he despertado y lo he vuelto hacer.


A quién dios se lo de...

Yo solo quería que me diera una explicación y el me dijo que lo dejara en paz.

—¿Ahora vos sos la paz? – le espeté con sarcasmo.

Supo entonces que yo lo sabía. Se levantó, hizo la maleta y se fue. No le detuve.
Me aseguré, eso sí, de que su coche desaparecía por el horizonte. Solo entonces entré en la casa, abrí una cerveza y brindé a la salud de la argentina del carajo!

Imagen digital




Imagen digital


Imagen digital de Ulla Ramírez

El duende de la Piedra Gorda (cuento infantil)



Tenía yo seis años cuando mi abuela empezó a pelear, en voz alta, con un duende que le cambiaba las cosas de sitio. El duende le escondía las gafas, el libro, los zapatos, las medias y el peine. «Como te pille te vas a enterar», la oía decir un poco enfadada.
A mi no me gustaba ver a mi abuela enfadada por culpa de aquel duende y me escondía detrás de la puerta, de las cortinas o de la cómoda de los tres espejos para ver si lo pillaba por sorpresa.
Me lo imaginaba azul, del tamaño de un pepino, con dientes de Ratoncito Pérez, nariz de Pinocho y orejas de gato. Pero no conseguía verlo.
Una noche, dejé en la cocina un platito con frutos secos y trocitos de galletas y le escribí un mensaje: 
 "Quiero ser tu amiga y jugar contigo, pero te pido por favor que no le escondas más las cosas a mi abuelita", le decía. 
Y me escondí, esperando que llegara. Por algún sitio tenía que entrar. 
Al poco rato, apareció. Era tal como yo lo había imaginado: pequeñín, azul, con una nariz muy larga y orejitas de gato, aunque llevaba un sombrero picudo con tres bolitas de colores en la punta; muy gracioso. Le vi bajar por el hueco de la chimenea y descolgarse por una cuerda muy fina hasta la tabla de la cocina donde estaban los frutos secos y las galletas que yo le había dejado. Se comió algunas almendras, nueces y avellanas y lo demás lo guardó en un pequeño saquito rojo que traía colgado en la espalda. 
Luego, leyó mi mensaje y empezó a bailar y dar saltos por toda la cocina. Parecía muy contento. Sacó un pequeño trozo de carbón de su saquito y escribió algo encima de la tabla de la cocina. Después, se quedó dormido allí mismo. 
No quise acercarme a leer su mensaje porque lo hubiera despertado. Y me fui muy despacito, muy despacito, sin hacer ruido, a mi cama. Era muy tarde y mi abuela, que me estaba esperando, se acercó a mí, me dio un beso y me leyó un cuento. Me quedé dormida.
Por la mañana, me levanté muy temprano para leer el mensaje del duende. 
Me decía que esconder las cosas de la abuela era para él como un juego, porque los duendes son
muy traviesos, pero que ya no lo haría más porque quería ser mi amigo. Y me proponía un juego nuevo.
"Tienes que buscar mi casa y cuando la encuentres te presentaré a mis amigos", me decía. 
Busqué y busqué y busqué hasta que al fin la encontré. La casa del duende era una cueva muy pequeña dentro de una piedra muy grande. En la puerta de la cueva había un cartel que decía: "Aquí vive el duende de la Piedra Gorda". 
Fue así como me hice amiga del duende y de sus amigos: la libélula, la hormiga, el saltamontes y el escarabajo.
A partir de aquel día, al llegar la tarde nos juntábamos todos en la puerta de aquella cueva para contarnos cuentos de niños, animales y duendes.

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* Escrito para leer a los niños en la actividad lúdica organizada por el colegio público de mis nietos, a la que se refiere la imagen del cartel arriba expuesto, editado por el colegio.

* * Este cuento parte de los primeros párrafo de otro cuento para adultos, que está incluido en este blog y que se llama "Maldito duende".





La fortuna


Aquella noche de invierno, una planta que me triplicaba la estatura con una flor gigante y negra como el carbón, rompió con furia y gran estrépito los cristales de mi ventana y se coló en mi salón. Sí señores, la planta me asaltó y me quería comer.  Lo juro como que me llamo Pierre. No sufro de alucinaciones, ni estoy loco, aunque los envidiosos de mi actual fortuna lo murmuren por ahí. 
Tras un forcejeo que duró lo justo para no perder el aliento, logré escapar de los  largos y retorcidos brazos de la invasora, no se si por mi propia pericia o por decisión de aquella flor, que me lamía el cuerpo y el rostro con sus gigantescos y pegajosos petalos negros. Quién sabe, puede que intuyera cuál sería su futuro si me dejaba con vida. 
Yo había oído contar que en el pasado la flora de este lugar gozaba de una frondosidad fuera de lo común, debido al abono extraordinario que este terreno había almacenado a lo largo de los siglos. La savia de los muertos, le llamaban. Y es que parte de este pueblo, como bien es sabido, se asienta sobre un viejo cementerio medieval. La gente contaba que con el paso del tiempo las plantas se marchitaron y murieron. Y fin de la historia, al menos para mí. 
Pero no señores. La mía, mi planta, al parecer, resucitó de pronto aquella noche al olor de mi carne y de mis huesos frescos.  Pero como les digo le gané la batalla o me dejó ganarla. Y miren lo hermosa que la tengo ahora. El laberinto de sus ramas ocupa todo el jardín y escala por las paredes blancas hasta el tejado de mi hotel, este hotel en el que convertí mi casa.
Ciento cincuenta euros por muerto y día ¿qué les parece? Ahora hay que esperar hasta una semana para enterrarlos. Hay cola, sí señores. Aunque, a veces, la gente olvida a sus muertos y mi planta lo agradece. 
Ya les digo, ciento cincuenta la habitación refrigerada, incluida una flor negra.
La historia es gratis. 

Inocencia

Aprendió los números contando estrellas y se enamoró del cielo. Era en las noches de verano cuando aquellos astros encerraban el mayor misterio ¿Cómo podía ser que estando tan lejos, su sonido le llegara tan claro? 

Hubiera inventado una escalera infinita de cristal o subido en alguno de aquellos monopatines de madera que usaban los niños de Benajarafe para rodar sin juicio cuesta abajo, haciéndose los valientes. Pero a pesar de su corta edad, intuía que aquel inmenso espacio había que recorrerlo de otro modo.

Probó la telepatía, de la que le habló su hermano mayor. "Sincronízate", le dijo él, aquella noche de la lluvia de estrellas, y ella se subió al poyete y se concentró en el cricri, repitiendo aquel sonido en voz alta mientras él se reía. 

Al final de aquel verano, alguien le contó la verdad: aquella misteriosa onomatopeya no era el sonido de las estrellas, sino el canto de los grillos.

Lloró lágrimas tan espesas como la grasa que escurría su abuela en la cocina después de cada matanza. Hubiera querido tener entonces un borrador de verdades.



Onomatopeyas

Mucho antes de que existiera el aullido del lobo, existió la onomatopeya del viento.

Astromelias

Un ramillete de astromelias adornaba la cama de aquella habitación decorada en tonos neutros. La puerta se cerró tras nuestros pasos. El espacio se hizo pequeño. Íntimo. 
Él dijo lo que había guardado durante diez años para mí: palabras de amor. Yo, sin embargo, no logré articular ninguna. Preferí la magia, un poco de brujería. El encantamiento.
El beso no se hizo esperar. Me abrazaba como un koala a su tronco. Me abandoné. Tembló la tierra bajo mis faldas. 
Al día siguiente, nos contamos todas las historias pendientes y pedimos nuestro helado favorito: turrón con coscurros de almendra.
Murió la princesa Diana aquel día en un demarraje fatal. Llegué dos jornadas tarde a la noticia. También murió mi gata; la enterraron bajo un vulgar matojo y no pude reprochar nada.
Fue imposible evitar otros encuentros, pero el amor era furtivo; al engaño siguió la culpa y diciembre trajo el frío de la despedida. 
¿Hasta cuándo? preguntó.
Hasta el infinito, le dije.
Y aquí estoy, fiel a la cita, con un ramillete de astromelias frente a su tumba. Diez años más tarde.
Hay amores eviternos.
Espérame.



Abandonamos

Los océanos se han convertido en ciénagas cubiertas de una espesa capa de plástico. Han muerto las Sirenitas.
Los ríos ya no desembocan en el mar y apenas quedan charcas para tanto príncipe convertido en rana.
Las guerras son guerras del agua.
Han ardido los bosques donde vivían las brujas y los enanitos y se han extinguido los lobos feroces y las selvas donde bailaban los osos como Baloo.
El sol ha quemado las alas de las últimas cigüeñas.
Caperucita y Cenicienta volaron por encima del precipicio hacia el cielo, en su moto eléctrica, esperando llegar a un mundo mejor.
Y los niños lloran porque ya nadie quiere contar cuentos sin vida. 
El desierto ha invadido la Tierra y vamos camino de otro mundo. No se si conseguiremos llegar a alguno donde seamos capaces de apaciguar al dragón que llevamos dentro. Ojalá las hadas nos acompañen y vuelvan a nosotros las musas de la Creación. 

La leyenda

Arriba a la izquierda, la alberca vacía situada en el lugar donde estaba el Cortijo Don Pablo, conocido también como "cortijo de arriba". Al fondo, el mar Mediterráneo.

Desde la ventana de mi habitación, en un lugar de Benajarafe, donde crecí, se puede ver el Mediterráneo tras un horizonte intermitente de tierra, hoy casi baldía, pero ayer poblada de almendros, olivos y viñas. Situado entre La Cerca y Los Burgos, ceñido por cañaverales y chumberas, aquel cachito de tierra, me sigue pareciendo, hoy, sin embargo, el más bello paraíso perdido de la tierra. Y así debió ser, también, para el protagonista de mi historia.
Cuando era niña, los viejos del lugar aseguraban que el fantasma de un moro se aparecía, cada noche de luna llena, en los riscos del repecho más alto, aquel a cuyo abismo llaman La Barranca, y que allí, sobre un saliente de roca pizarra, permanecía durante toda la noche vigilante fiel de un hipotético cofre maravilloso lleno de monedas de plata, piedras preciosas, perlas de nácar y ricas telas de seda, que había dejado enterrado, debajo de la Piedra Gorda, antes de partir para tierras lejanas.
Una noche, en sueños, el moro me visitó. Y me reveló, desde su acostumbrado lugar, que había sido el dueño y señor de aquellas tierras y que volvía, cada noche, victima de la nostalgia. Sí, allí quedaron sus tesoros: su tierra, su casa y el amor de su «princesa», que así la llamaba.
Al despuntar el sol, tras mi noche de ensueños, subí a lo alto de aquel promontorio, me senté unos minutos en aquella roca a modo de balcón y miré a mí alrededor con detenimiento. Mis ojos buscaron, en el punto imaginario desde el cual el moro me habló, alguna prueba de su presencia. Pero no quedaba ni una sola huella de su dolor: ni una lágrima, ni su gran pañuelo blanco...y sus profundos ojos negros, redondos como la O, se habían esfumado como las estrellas. Lentamente, volví sobre mis pasos, hacia la casa, cavilando sobre lo reales que a veces nos parecen los sueños.
Aquella mañana el aire era limpio y el rocío había regado los arriates. Un sol redondo como un pan de rojo fuego salía tras la silueta del legendario Cortijo y el olor a tierra mojada se colaba hasta la cocina donde se mezclaba con el de la malta y el Cola-Cao.
Durante el desayuno mi abuela sintonizaba la radio y mientras buscaba en el dial Radio Juventud de Málaga, ruidos de frecuencias extrañas se entremezclaban con voces de locutores y locutoras familiares. Y algo que siempre sonaba: las emisoras de "los moros" con aquella música exótica, lejana y cercana a la vez.
Era inevitable: me levantaba de la silla y mientras bailaba al ritmo de aquellas notas que llegaban a través del viento soñaba que era yo la princesa enamorada a la que el moro venía a ver desde el otro lado del horizonte.
Más tarde, la vida me expulsó de aquel reino infantil de leyendas y almendros florecidos. Tenía que aprender matemáticas, geografía, historia y latín. Fue mi destierro.
Pero de vez en cuando vuelvo. Y en las noches de luna llena, cansinamente, porque el tiempo pesa, subo hasta la roca saliente de piedra pizarra. Es allí donde se respira el mejor aire de la tierra: un aire limpio con aromas de campo y de mar que se me cuela hasta los huesos.
Y fue allí donde ayer, por fin, encontré a aquel moro enamorado de ojos negros y mirada profunda que levantó a duras penas su cuerpo, apoyando una hermosa curva de vejez sobre su viejo cayado. Su mirada fue como un rayo. Y su temblorosa mano alargó hacia las mías un pequeño cofre de madera que abrí con curiosidad de niña.
«¡Toma, aquí está mi pequeña historia, mi humilde vida, mi cuento y mi leyenda! - me dijo -. Ve y cuéntala al viento por si el viento se la susurrara a los hombres. Por si estos aprendieran del viento que anda libre por el mundo sin límites ni fronteras».
No salía de mi asombro. Tenía entre las manos el mejor de los tesoros posibles: el relato del que había sido un humilde habitante de aquella tierra, que desde su eterno exilio volvía para entregarme el testimonio de su vida. ¡A mí, que soñé con ser su princesa!.
Y por su mandato os la entrego.

(Escrito en 1998)

El marino. Un relato inspirado en hechos reales

Con la pleamar de la marea y arreciando a Barlovento, al mando de las máquinas del Orión, Enrique Robles Postigo –cincuenta y tres años– no se arrugó aquel siete de julio de 1902 cuando el Capitán le ordenó volver al puerto de Almería, del que acababa de salir rumbo a Málaga, donde la carga del Mayfield era pasto de las llamas. La maniobra de acercamiento fue complicada, pero Enrique era un maquinista experto, curtido en la guerra de Cuba y condecorado por aquel el episodio del diez de junio de 1898, del que se hablaría en los libros de Historia. Cuando consiguió la mejor posición del Orión, de inmediato alumbraron al Mayfield y colocaron la bomba para anegar la estancia donde ardían más de ochocientas toneladas de esparto. Pero a las cuatro de la madrugada, el fuego aún seguía vivo y Enrique no quiso turnarse con sus ayudantes. Permaneció toda la noche en su puesto, vigilante del viento y de las llamas, preocupado por los hombres que no escatimaban esfuerzos. A las seis de la mañana, una fuerte tormenta, que descargó granizo de tamaño nunca visto, ayudó a sofocar el fuego. Fue un alivio. Horas mas tarde, el Orión reanudó su viaje hacia el puerto de Málaga. Dos días después, desde la playa de Benajarafe algún pescador divisaría la figura de Enrique en la atalaya de Torre Moya renovando su idilio con el cielo y la tierra que le vieron nacer. Allí tomaba aliento y recordaba aquella conversación que muchos años atrás tuvo con su padre Antonio Robles Gutiérrez, el viejo torrero.

—Toda esta tierra abandonada por el mar, hijo mío, algún día será tuya.

-—No es la tierra lo que deseo, padre, sino la libertad del mar. La brava caricia de sus olas. Quiero ser marino.

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* Inspirado en hechos reales. Enrique era hermano de mi tatarabuelo José y de mi tatarabuela María. Tambien de Manuel Robles Postigo, cura de Benajarafe, capellán de la marina y maestro de latin y los clásicos del poeta Salvador Rueda, cuando este era adolescente. 

Imagen digital




Presagio

Ni yo misma  me entiendo cuándo te pienso. Por eso procuro no pensarte. Pero el agua ha caído hoy como en aquellos días en los que tu y yo veíamos caer la lluvia con la nariz pegada a los cristales. El vaho de nuestro aliento terminaba por empañarlos. Un presagio. 

Un dolor agudo me atraviesa el recuerdo. Mejor que no llueva.