Aquella noche de invierno, una planta que me triplicaba la estatura con una flor gigante y negra como el carbón, rompió con furia y gran estrépito los cristales de mi ventana y se coló en mi salón. Sí señores, la planta me asaltó y me quería comer. Lo juro como que me llamo Pierre. No sufro de alucinaciones, ni estoy loco, aunque los envidiosos de mi actual fortuna lo murmuren por ahí.
Tras un forcejeo que duró lo justo para no perder el aliento, logré escapar de los largos y retorcidos brazos de la invasora, no se si por mi propia pericia o por decisión de aquella flor, que me lamía el cuerpo y el rostro con sus gigantescos y pegajosos petalos negros. Quién sabe, puede que intuyera cuál sería su futuro si me dejaba con vida.
Yo había oído contar que en el pasado la flora de este lugar gozaba de una frondosidad fuera de lo común, debido al abono extraordinario que este terreno había almacenado a lo largo de los siglos. La savia de los muertos, le llamaban. Y es que parte de este pueblo, como bien es sabido, se asienta sobre un viejo cementerio medieval. La gente contaba que con el paso del tiempo las plantas se marchitaron y murieron. Y fin de la historia, al menos para mí.
Pero no señores. La mía, mi planta, al parecer, resucitó de pronto aquella noche al olor de mi carne y de mis huesos frescos. Pero como les digo le gané la batalla o me dejó ganarla. Y miren lo hermosa que la tengo ahora. El laberinto de sus ramas ocupa todo el jardín y escala por las paredes blancas hasta el tejado de mi hotel, este hotel en el que convertí mi casa.
Ciento cincuenta euros por muerto y día ¿qué les parece? Ahora hay que esperar hasta una semana para enterrarlos. Hay cola, sí señores. Aunque, a veces, la gente olvida a sus muertos y mi planta lo agradece.
Ya les digo, ciento cincuenta la habitación refrigerada, incluida una flor negra.
La historia es gratis.
Tras un forcejeo que duró lo justo para no perder el aliento, logré escapar de los largos y retorcidos brazos de la invasora, no se si por mi propia pericia o por decisión de aquella flor, que me lamía el cuerpo y el rostro con sus gigantescos y pegajosos petalos negros. Quién sabe, puede que intuyera cuál sería su futuro si me dejaba con vida.
Yo había oído contar que en el pasado la flora de este lugar gozaba de una frondosidad fuera de lo común, debido al abono extraordinario que este terreno había almacenado a lo largo de los siglos. La savia de los muertos, le llamaban. Y es que parte de este pueblo, como bien es sabido, se asienta sobre un viejo cementerio medieval. La gente contaba que con el paso del tiempo las plantas se marchitaron y murieron. Y fin de la historia, al menos para mí.
Pero no señores. La mía, mi planta, al parecer, resucitó de pronto aquella noche al olor de mi carne y de mis huesos frescos. Pero como les digo le gané la batalla o me dejó ganarla. Y miren lo hermosa que la tengo ahora. El laberinto de sus ramas ocupa todo el jardín y escala por las paredes blancas hasta el tejado de mi hotel, este hotel en el que convertí mi casa.
Ciento cincuenta euros por muerto y día ¿qué les parece? Ahora hay que esperar hasta una semana para enterrarlos. Hay cola, sí señores. Aunque, a veces, la gente olvida a sus muertos y mi planta lo agradece.
Ya les digo, ciento cincuenta la habitación refrigerada, incluida una flor negra.
La historia es gratis.
1 comentario:
Mucha imaginación, estupendo👍
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