Aprendió los números contando estrellas y se enamoró del cielo. Era en las noches de verano cuando aquellos astros encerraban el mayor misterio ¿Cómo podía ser que estando tan lejos, su sonido le llegara tan claro?
Hubiera inventado una escalera infinita de cristal o subido en alguno de aquellos monopatines de madera que usaban los niños de Benajarafe para rodar sin juicio cuesta abajo, haciéndose los valientes. Pero a pesar de su corta edad, intuía que aquel inmenso espacio había que recorrerlo de otro modo.
Probó la telepatía, de la que le habló su hermano mayor. "Sincronízate", le dijo él, aquella noche de la lluvia de estrellas, y ella se subió al poyete y se concentró en el cricri, repitiendo aquel sonido en voz alta mientras él se reía.
Al final de aquel verano, alguien le contó la verdad: aquella misteriosa onomatopeya no era el sonido de las estrellas, sino el canto de los grillos.
Lloró lágrimas tan espesas como la grasa que escurría su abuela en la cocina después de cada matanza. Hubiera querido tener entonces un borrador de verdades.
* Primer relato escrito para participar en el Club de lectura y Teatro de la Viñuela (Málaga).
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