Desde la ventana de mi habitación, en un lugar de Benajarafe, donde crecí, se puede ver el Mediterráneo tras un horizonte intermitente de tierra, hoy casi baldía, pero ayer poblada de almendros, olivos y viñas. Situado entre La Cerca y Los Burgos, ceñido por cañaverales y chumberas, aquel cachito de tierra, me sigue pareciendo, hoy, sin embargo, el más bello paraíso perdido de la tierra. Y así debió ser, también, para el protagonista de mi historia.
Cuando era niña, los viejos del lugar aseguraban que el fantasma de un moro se aparecía, cada noche de luna llena, en los riscos del repecho más alto, aquel a cuyo abismo llaman La Barranca, y que allí, sobre un saliente de roca pizarra, permanecía durante toda la noche vigilante fiel de un hipotético cofre maravilloso lleno de monedas de plata, piedras preciosas, perlas de nácar y ricas telas de seda, que había dejado enterrado, debajo de la Piedra Gorda, antes de partir para tierras lejanas.
Una noche, en sueños, el moro me visitó. Y me reveló, desde su acostumbrado lugar, que había sido el dueño y señor de aquellas tierras y que volvía, cada noche, victima de la nostalgia. Sí, allí quedaron sus tesoros: su tierra, su casa y el amor de su «princesa», que así la llamaba.
Al despuntar el sol, tras mi noche de ensueños, subí a lo alto de aquel promontorio, me senté unos minutos en aquella roca a modo de balcón y miré a mí alrededor con detenimiento. Mis ojos buscaron, en el punto imaginario desde el cual el moro me habló, alguna prueba de su presencia. Pero no quedaba ni una sola huella de su dolor: ni una lágrima, ni su gran pañuelo blanco...y sus profundos ojos negros, redondos como la O, se habían esfumado como las estrellas. Lentamente, volví sobre mis pasos, hacia la casa, cavilando sobre lo reales que a veces nos parecen los sueños.
Aquella mañana el aire era limpio y el rocío había regado los arriates. Un sol redondo como un pan de rojo fuego salía tras la silueta del legendario Cortijo y el olor a tierra mojada se colaba hasta la cocina donde se mezclaba con el de la malta y el Cola-Cao.
Durante el desayuno mi abuela sintonizaba la radio y mientras buscaba en el dial Radio Juventud de Málaga, ruidos de frecuencias extrañas se entremezclaban con voces de locutores y locutoras familiares. Y algo que siempre sonaba: las emisoras de "los moros" con aquella música exótica, lejana y cercana a la vez.
Era inevitable: me levantaba de la silla y mientras bailaba al ritmo de aquellas notas que llegaban a través del viento soñaba que era yo la princesa enamorada a la que el moro venía a ver desde el otro lado del horizonte.
Más tarde, la vida me expulsó de aquel reino infantil de leyendas y almendros florecidos. Tenía que aprender matemáticas, geografía, historia y latín. Fue mi destierro.
Pero de vez en cuando vuelvo. Y en las noches de luna llena, cansinamente, porque el tiempo pesa, subo hasta la roca saliente de piedra pizarra. Es allí donde se respira el mejor aire de la tierra: un aire limpio con aromas de campo y de mar que se me cuela hasta los huesos.
Y fue allí donde ayer, por fin, encontré a aquel moro enamorado de ojos negros y mirada profunda que levantó a duras penas su cuerpo, apoyando una hermosa curva de vejez sobre su viejo cayado. Su mirada fue como un rayo. Y su temblorosa mano alargó hacia las mías un pequeño cofre de madera que abrí con curiosidad de niña.
«¡Toma, aquí está mi pequeña historia, mi humilde vida, mi cuento y mi leyenda! - me dijo -. Ve y cuéntala al viento por si el viento se la susurrara a los hombres. Por si estos aprendieran del viento que anda libre por el mundo sin límites ni fronteras».
No salía de mi asombro. Tenía entre las manos el mejor de los tesoros posibles: el relato del que había sido un humilde habitante de aquella tierra, que desde su eterno exilio volvía para entregarme el testimonio de su vida. ¡A mí, que soñé con ser su princesa!.
Y por su mandato os la entrego.
(Escrito en 1998)
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