Juego de espejos

Habia una cómoda en la habitación que ocupaba todo el testero frontal. Una cómoda antigua, alta, de tres espejos; como un tríptico. El central inamovible, los otros dos que se plegaban hacia adelante.

El juego, su juego, consistía en colocarse frente al espejo central, cerca de él, y doblar los laterales hacia ella de tal forma que su figura se viera multiplicada por dos una y otra vez.

De esta manera, ella, que estaba sola, sin mas niños por allí con quien jugar, se pasaba las horas haciendo muecas, poniendo caras, inventando burlas y cucamonas, subiéndose las trenzas o cantando y bailando delante de los espejos, como una auténtica payasa muerta de la risa, hasta que su abuela la llamaba.

De modo que creció pensando que podía tener muchas vidas sin dejar de ser ella en todas.

No contó con los personajillos que vivían colgados del techo,  ni con los duendes agazapados debajo de la cama o escondidos en los rincones de aquella habitación, que pronto empezarían a manifestarse con alguna travesura. Ni mucho menos con los humanos que habitaban el mundo exterior, más allá de su entorno. Los antagonistas, esos seres diablunos que luego poblaron la vida.

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* Diabluno: no la busquen en el diccionario de la RAE.

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