Por la mañana me despertaba el sol que
cruzaba la ventana para deslizarse suavemente por mi cama. Los domingos, antes de levantarme, mi abuela
preparaba el baño. Lo colocaba en el centro de la habitación y situaba muy cerca el brasero
con los carbones encendidos; me acuerdo como agitaba el soplillo hasta verlos enrojecer. Luego, con cuidadosa parsimonia, disponía mi ropa limpia en la silla baja de enea mientras se calentaba el agua en la cocina. Cuando estaba a punto de hervir, la vertía en aquella bañera redonda de lata y la mezclaba con la fría hasta conseguir la temperatura adecuada. Cuando todo estaba perfecto, solo entonces, me dejaba que me introdujera en baño de zinc, culminándose la ceremonia cuando esparcía sobre los carbones incandescentes
del brasero unas ramitas de alhucema y
toda la habitación se impregnaba de un olor celestial. En verdad, allí, estábamos más cerca del cielo que de la tierra, porque el lugar que pisábamos era el Paraíso verdadero.
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