
Anoche estaba viva, aunque no se movió mientras le hacía las fotos. La dejé tranquila y me fui a dormir. Hoy me la he encontrado muerta, detrás de la tele, en el suelo, rodeada de hormigas.
No reparé en su vulnerabilidad. Tenía que haberle prestado más atención, haberla cogido con mucho cuidado, quizás con un trapito suave, y haberla dejado fuera de la casa, al aire libre, encima de algún poyete. Pero me daba miedo estropearle las alas con el toque. "Mañana saldrá por sus propios medios" pensé.
No he visto aquí nunca esta clase de libélulas — eso creo que es, aunque no la he buscado en internet—, al menos, de este tamaño; con estas alas tan anchas que parecen hechas de encaje.
Ahora la tengo encima de la mesa. Me resisto a tirarla.
Siento empatía por este animalito que anoche quizás no arrancara a volar, cuando la enfoqué, porque ya estuviera lastimada, y que hubiera necesitado de mí otra cosa que la mera curiosidad del momento.
Este pensamiento me ha transportado a lo humano. Cuántas veces hacemos fotografías, reales o figuradas, a las personas que nos rodean, a los amigos o amigas, a conocidos, sin realmente reparar en lo que necesitarían de nosotros: una mirada sin móvil de por medio, una charla tranquila, un leve toque de afecto, una sonrisa. Sin más.
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