El entierro

Un hombre preguntó quién era el muerto, escandalizado por el grupo de muchachos que apedreaban el ataúd al paso de la comitiva, formada por tres curas, seis monaguillos y diez seglares con antorchas, rumbo al cementerio de San Fernando en aquella calurosa mañana del verano de mil novecientos seis. Algunos caballeros rompieron la fila intentando disuadir a los mozalbetes.

En realidad, el suceso era una muestra más de la ola anticlerical propia de la época, nada personal contra el finado.

Enseguida se formó un corrillo en torno al caballero que preguntó interesado:

— Es un cura —contestó una mujer toda vestida de negro a la que apenas se le veia el rostro cubierta como estaba por un pañuelo negro anudado bajo el cuello que le ocultaba la cabeza y la cara.

— Es un marino de la Armada —dijo un viejo, acodado en la pared, que escuchaba la conversación—. Cuentan que navegó por los mares del Sur. Vino de tierras malagueñas, como tantos otros.

— Tengo entendido que es un Capellán de la marina. Lo entierran en el Pabellón de hombres ilustres, debe haber sido importante —Terció un hombre maduro con traje de alpaca, chaleco y leontina.

— Importante o no, ya está fiambre —Sentenció un muchacho que portaba un canasto lleno de pescado sobre el que revoloteaban una cuantas avispas.

Intervino entonces, en tono respetuoso pero enérgico, un caballero vestido de forma humilde, con la cabeza cubierta por una gorra:

—Señores, un respeto para el muerto. Un hombre bueno y cabal al que he venido a despedir. 

— ¿Y usted quién es, si se puede saber? 
—Preguntó el pescadero en esas.

— Yo no importo para el caso, muchacho, pero no quiero ser descortés; me llamo Salvador.

— Pues ya da igual quien sea el muerto, ¿no le parece Salvador? También damos igual los vivos.
 ¿Quien se acordará de él mañana o dentro de cien años? 

— Yo me acordaré mientras viva. Que en paz descanse Don Manuel Robles Postigo. Fue mi maestro —dijo Salvador– y mi pariente.

— ¿Maestro de qué? ¿no era marino? ¿No era cura? —puso interés el de la leontina.

— Maestro de lenguas, de pensamiento, de palabras, señor. Antes de echarse a la mar, cuando yo era un chaval de catorce años. Él me inculcó el amor por las letras.

— Pues de mi seguro que nadie se acuerda cuando me muera. Soy un simple vendedor de pescado —dijo el muchacho del canasto–. Ni tengo padre ni madre ni solar donde caerme muerto.

— Disculpe,  pero yo escribo versos sencillos igual al hombre leído que al cenachero, lo mismo al cielo que a la cigarra o a los pececillos de la mar.

– Los hombres leídos, como usted dice, no se preocupan de los pobres. La iglesia tampoco. Mucho boato y mucho oro, eso sí. El pueblo es el que tiene que hablar; más igualdad habría.

— Y así será más temprano que tarde. Ya lo verán los que vengan. Y ahora queden con Dios, que yo tengo que acompañar a mi maestro a su última morada y partir luego a mi destino.

— Pues tenga usted buen viaje Salvador. Y larga vida —dijo el caballero de la leontina.

Se distrajo la concurrencia mirando en ese momento un grupo de gaviotas chillonas que cruzaba el cielo de San Fernando y Salvador aprovechó para marcharse discretamente tras la comitiva del entierro.

En su espalda quedó fija la mirada del pescadero al que se le había quedado en la punta de la lengua la última pregunta para Salvador y que aun tuvo tiempo de hacerle a voz en grito:

— !Eh!, caballero. ¿Cómo se llamaba usted, señor? ¿Salvador qué, señor? 

Pero Salvador ya no le escuchó.



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*Sepa el lector que el suceso del apedreamiento del ataúd del D. Manuel Robles Postigo,  aparece en la Prensa escrita de la época. 

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