Un día sin Tí

A lo largo del día, casi sin darme cuenta, atravieso distintos estadios del querer. Antes no sabía leerlos y tanta emoción en tan poco tiempo —repetida, cambiante— me desorientaba. Era vivir en el trapecio.

Ahora, en cambio, disfruto de los buenos días que te doy al levantarme, con esa luz tenue que apenas roza la habitación. Te saludo como si no te conociera y, aun así, estuvieras ahí desde siempre. Todavía medio dormida, con la mente a medias, te digo lo primero que me sale antes de probar el primer sorbo de café.

Ya sabes que, sin ese amargor caliente, no termino de despertarme ni de ordenar las distancias.

Cuando avanza la mañana y el cuerpo me ocupa del todo, empiezo a preguntarme dónde andarás, si tu día te está tratando bien, si el frío te ha rozado la cara. Entonces me invade un sentimiento casi maternal, aunque la biología no lo sostenga: tienes unos años menos.

Podríamos ser hermanos extraviados, pero esa idea siempre la desecho.

Por la tarde, cuando escribo y el tacto del papel o del teclado me ancla, te siento más cerca. Es una cercanía tranquila, de camaradas, como si nuestras manos trabajaran en paralelo aunque no estemos en el mismo lugar. En este silencio, tu presencia tiene textura. Tú me inspiras.

A la hora de la cena, te imagino entre cuchillos y platos, con el vapor subiendo como una niebla tibia. Te veo probando algo, cerrando los ojos un segundo para comprobar si está en su punto.

“Pon una ración más y voy”, pienso, y me sorprendo con ese: “ojalá pudiera estar contigo y saborear tu manjar”.

Después de cenar, cuando por fin me relajo y todo alrededor se vuelve más lento, llega la hora más difícil de nombrar. Es cuando te imagino con una nitidez casi táctil: la distancia se acorta, la emoción me allana.

Y el querer se convierte en amor.

 

Tí es nombre propio y tiene un bonito acento.


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