Cuando despertó, no vio nada; un deslumbrante rayo de sol entraba por el diminuto tragaluz, situado justo encima de sus ojos. Estaba aturdido; necesitó unos segundos para percatarse de que estaba malherido, unos minutos para tomar conciencia de su entorno físico y apenas unas horas para saber que de allí no saldría con vida. No recordaba cuál había sido el detonante de la última refriega ni el instante exacto en el que perdió el conocimiento. Tenía un vago recuerdo del momento en el que un compañero afirmó que se habían equivocado de carretera porque aquel pueblo no venía en el mapa. Pero sí recordaba claramente su nombre —Enrique Ramírez—, su edad —dieciocho años—, su profesión —maestro de escuela— y su regimiento —el treinta y cuatro—, que se replegaba hacia el noreste, perseguido por el ejército nacional. Esto fue lo que le contó, con la respiración entrecortada, a los cabecillas que le interrogaron aquella misma mañana, recién recobrada la conciencia, en aquel sucio, húmedo y destartalado cuarto trasero de la última casa del último pueblo de Teruel, apenas a seis kilómetros de la provincia de Tarragona, todavía en manos republicanas según oyó comentar a los interrogadores.
A las dos de la tarde, después del interrogatorio, Enrique pidió un médico; sentía un dolor incandescente en la pierna derecha. La herida le supuraba un pus espeso y maloliente y tan pronto tiritaba de frío como sudaba por todo el cuerpo. En este estado pasó toda la tarde sin que nadie le socorriera ni consolara. A las nueve de la noche, el médico todavía no había llegado. Sin embargo, el inquietante trajín nervioso que se desarrollaba dentro de las reducidas dimensiones de aquella, parecía que improvisada, cárcel, le hizo temer lo peor; el médico no venía porque no hacía falta curar a un muerto. Entonces, Enrique pidió al carcelero lápiz y papel para escribir una carta y este le facilitó el material y le ayudó a incorporarse en el camastro. Con pulso tembloroso, cogió el lápiz y escribió con dificultad: Queridos padres y hermano: Al recibo de esta, espero que os encontréis bien de salud, yo estoy bien dentro de lo que cabe. Estoy herido madre, pero no se preocupen padre y usted que todo esto va a pasar. No pudo seguir, alguien le colocó una venda en los ojos y lo arrastró con rabiosa y desproporcionada fuerza hasta la calle. La carta quedó en el suelo como una hoja muerta. Tres meses después, llegó a su destino. Estaba fechada en Cretas, el 24 de marzo de 1938, con letra clara y distinta a la de Enrique. No tenía remite. Nada más supo nunca su familia.
A las dos de la tarde, después del interrogatorio, Enrique pidió un médico; sentía un dolor incandescente en la pierna derecha. La herida le supuraba un pus espeso y maloliente y tan pronto tiritaba de frío como sudaba por todo el cuerpo. En este estado pasó toda la tarde sin que nadie le socorriera ni consolara. A las nueve de la noche, el médico todavía no había llegado. Sin embargo, el inquietante trajín nervioso que se desarrollaba dentro de las reducidas dimensiones de aquella, parecía que improvisada, cárcel, le hizo temer lo peor; el médico no venía porque no hacía falta curar a un muerto. Entonces, Enrique pidió al carcelero lápiz y papel para escribir una carta y este le facilitó el material y le ayudó a incorporarse en el camastro. Con pulso tembloroso, cogió el lápiz y escribió con dificultad: Queridos padres y hermano: Al recibo de esta, espero que os encontréis bien de salud, yo estoy bien dentro de lo que cabe. Estoy herido madre, pero no se preocupen padre y usted que todo esto va a pasar. No pudo seguir, alguien le colocó una venda en los ojos y lo arrastró con rabiosa y desproporcionada fuerza hasta la calle. La carta quedó en el suelo como una hoja muerta. Tres meses después, llegó a su destino. Estaba fechada en Cretas, el 24 de marzo de 1938, con letra clara y distinta a la de Enrique. No tenía remite. Nada más supo nunca su familia.
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