Una de las múltiples diversiones que los niños teníamos en Barranqueros era tirar piedras a los espantapájaros que colocaba en los huertos Antonio Patarras, el medianero. Sobre todo, contra aquel que había puesto en el llano grande, junto al pozo.
Creíamos que dentro de aquel disfraz desaliñado, en realidad, había un mostruo escondido, no de trapo, sino de carne y hueso, y que su enmascaramiento, solo tenía un objetivo: ser mientras más feo mejor para así infundir más miedo a los gorriones. Y queríamos tentar su paciencia, ver si algún día, cansado ya de aguantarnos, salía corriendo detrás de nosotros y así poder reírnos de él. Porque, cojitranco —con una pierna de palo más larga que la otra— y tuerto —solo tenía un ojo de culo de botella— era difícil que nos cogiera. «Para espantapájaros vales, pero para coger niños, mejor el Tío Mantequero», le decíamos entre burlas y risas.
Nunca olvidaré aquel día, de octubre ya, en el que, a la caída de la tarde, de una tarde que era casi noche y empezando a lloviznar, mi abuela cayó en la cuenta de que se le había olvidado ir a recoger el pan a la casilla del pozo, junto al llano grande, a unos doscientos metros de la casa, cerro abajo, donde lo dejaba todas las mañanas el panadero. Considerándome ya mayor —unos siete años, si no recuerdo mal—, me ofrecí para bajar a recogerlo y ella me dio permiso.
Me puse el impermeable, me armé de valor y bajé la cuesta con mis katiuscas y mi paraguas en ristre. Todo fue normal y tranquilo hasta que llegué a la casilla. Allí, de pronto, el estruendoso ruido seco de un trueno dejó mi garganta sin grito. Una sombra inesperada se colocó a mis pies y la luz de un relámpago verde cegó mis ojos. Mi cuerpo tembló todo entero.
El espantapájaros alargó su brazo, que se estiró como un chicle, colocando su peluda mano de tomiza de esparto sobre mis hombros. Quise ser pájaro entonces, pero mis alas no existían y mis pies quedaron paralizados. Le supliqué: «¡No me mates, no me mates, ahora no, déjame vivir, cógeme cuando sea mayor!», pensando confiadamente en que para entonces tendría armas suficientes para escapar.
En pocos segundos, el cielo descargó sobre mí un chaparrón fuerte que me espabiló el sentido y devolvió a su sitio al terrorífico muñeco de sacos rotos y sombrero de paja. Cogí el pan que estaba protegido con un plástico y salí corriendo, caminito arriba, que me las pelaba.
Cuando llegué a la casa iba empapada: en ningún momento había caído en la cuenta de que llevaba un paraguas; además, le podía haber atizado con él al espantapájaros, pero el miedo me atenazó.
Aquella noche, tuve una pesadilla: un relámpago verde bajaba de la loma de Cañeo, iluminando las viñas, el río, el pozo y los bancales. El espantapájaros se reía de mí a carcajadas y unas primillas negras sobrevolaban el cielo, teñido de violeta. Todas bajaban que parecían aviones en picado y me perseguían, corriendo por las lomas y los cerros. Yo corría sin parar y mientras más corría más pájaros negros me perseguían y más se reía de mí el espantapájaros. Llegué a pedirle perdón por mis piedras y por todas las piedras de todos los niños de Benajarafe y desperté en los brazos de mi abuela, empapada, esta vez, de lágrimas y no de lluvia.
3 comentarios:
Marcos dice muy bueno el blog, volveré más tarde a ver más. Saludos
Si habia un tipo de carne, porque le tiraban piedras?
Espectacular, muy buena redacción... Me encanto.
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