Autobiográfico

La maestra nos pidió que contáramos la historia de un hombre estólido. Busqué la palabra en el diccionario y enseguida encontré mi personaje: el tendero del pueblo, que charlaba por los codos con las clientas y siempre me dejaba para la última delante de aquel mostrador tan alto que sobrepasaba mi cabeza. 

Gracias a ese vecino me gané varias riñas de mis padres, una por cada recado.
Recién llegada del campo de Benajarafe alto al pueblo de Sevilla, mi madre me mandó a comprar chícharos y el tendero me vendió judías blancas. Otro día me mandó a comprar clavos y me vendió puntillas y otro día mi padre me mandó a por un hacha y me vendió una especie de antorcha. Todo bien envuelto en papel de estraza como si fuera una carnicería. Cada vez que iba a devolverle el producto se reía de mí y me decía que era una cateta ignorante que no sabía pedir las cosas. 

La verdad es que yo era bastante tímida y allí me sentía una extraña, fuera de mi ambiente natural por primera vez en la vida. La gente, las conversaciones, las palabras, todo era nuevo para mi. 

Un día, escuché a una vieja decir la palabra conticinio y le pregunté a mi madre qué significaba. “La hora de callarse y de irse a cama”, me contestó sin más explicaciones. “No la tendrá el tendero, es un charlatán”, le contesté. Aún recuerdo las carcajadas de mi madre. Todo el mundo se reía de mi.

Nueve meses después,  volví a Benajarafe y las palabras volvieron a su ser. Los chícharos seguían siendo guisantes, los clavos una especia para los guisos de carne y el hacha… pues todo el mundo sabía para lo que podía servir: para cortarle la lengua al tendero.

1 comentario:

Susana Moreno dijo...

Y lo bien que lo pasaba el tendero. Un beso