Aquella mañana, mientras tú te enfrentabas con el cuchillo más grande que había en la cocina al gallo más criado que teníamos en el corral, me fui andando hasta la celestina, a la vuelta de la casa. Cuando estuve allí, vi que no había ningún peligro y pensé que, si andaba un poco más, podría llegar sola hasta el almendro sin necesidad de llamarte. Ya era mayor y tenía que aprender a ser valiente. ¿Te acuerdas de aquel día, abuela?.
Cuando alcancé el almendro, me subí en el columpio y empecé a balancearme probando con varios movimientos. Eché la cabeza hacia atrás y estirando y encogiendo las piernas conseguí remontarme cada vez más. Cerré los ojos y volé; ˂˂¡Arriba!, ¡arriba!, ¡arriba!˃˃. Entonces, perdí el control de mi cuerpo, se me escurrió el culo de la tabla y caí al suelo. Me acuerdo como si fuera ayer: me di un gran golpe que me llegó por la espalda hasta la cabeza y me encontré, de pronto, emborrizada en tierra, mocos y lágrimas.
Tú, abuela, que dejaste el gallo capón, ya herido, encima del poyete de la cocina, viniste en mi auxilio, me cogiste en brazos y no parabas de darme besos mientras me reñías. Me pediste que abriera la boca para ver mis dientes, me escudriñaste las piernas y el culo, me limpiaste las lágrimas y los mocos con tu pañuelo blanco y me sacudiste el vestido de florecitas rojas y azules, aquel que estrené el día de mi cumpleaños, mientras nos encaminábamos hacia la cocina.
¡Y allí estaba! El gallo capón, medio muerto medio vivo, se había salido del lebrillo y con el pescuezo herido de muerte y las plumas rojas de sangre, aleteaba con movimientos descompasados y violentos. Toda la pared blanca del poyete de la cocina estaba manchada de rojo por el batear de las plumas y toda la pared ocre de la chimenea estaba salpicada de la sangre de un cuello que no dejaba de moverse de un lado a otro como si fuera una mano tonta. Tú, abuela, me soltaste bruscamente y acudiste al gallo, que ya había caído al suelo y lo regaba todo con su rebeldía ante la muerte. Pero pronto tuviste que acudir a mí de nuevo porque, en el momento que había sentido el suelo bajo mis pies emprendí a correr con los ojos nublados por las lágrimas y el terror y tropecé con el escalón de la cocina, cayendo de boca en la misma puerta.
Aquella noche, soñé que volaba por los aires y que un gallo gigante con las alas llenas de sangre me perseguía por todo el ruedo de la casa. Y, por tercera vez aquel día, tú, abuela, me rescataste del espanto.
No sé por qué te cuento esto hoy. Aquí lo más propio sería llorar por ti y rezar cuatro padre nuestros por tu alma. Para eso parece que viene mamá al cementerio. Pero no me preocupa tu alma, porque sé que estás en algún cielo desde el mismo día que te fuiste. Hoy lloro por mí. Porque hoy me siento cobarde, porque me veo incapaz de doblar la esquina, porque he perdido el control de mi cuerpo, porque me he caído y me parece que no podré levantarme del suelo. Porque me di un gran golpe, abuela.
¿Recuerdas que yo siempre estaba en las nubes, como decía mamá? Pues me he precipitado en caída libre y sin red hacía la tierra. Me ha dejado y me siento morir. Estoy sola y te echo de menos, porque ahora tú no estás ni para levantarme del suelo, ni para sacudirme el vestido, ni para limpiarme los mocos, ni para consolar mi llanto. Y esto sí que es un gran gallo capón, abuela.
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