Un buen partido

El tendero ambulante siempre le causaba inquietud. Era vecino de una aldea cercana. Nada más bajar del mulo le clavaba en las tetas su estólida mirada de ogro con hacha a punto de cortarla como si fuera un tronco para alimentar un fuego. En su presencia se sentía intimidada y le costaba trabajo respirar. Su madre, sin embargo, le ofrecía agua del búcaro y le daba paso a la cocina para dejar los comestibles. Ella los ordenaba y luego salía en estampida, sin despedirse.
—¿Por qué eres tan seca? No seas maleducada, ya no eres una niña —le dijo la madre aquel día cuando él se marchó.
— Me cae mal, no lo puedo ocultar. No sé por qué insiste, madre.
— Es un buen partido; no hay muchos hombres por aquí como él. No nos faltará de nada.
—Pues si tanto le gusta, hágase usted su novia.
— Yo ya soy vieja, hija, y los hombres ya se sabe. Pero tú deberías pensar...
No la dejó acabar, le dio la espalda y salió de la cocina dando un portazo.
El resto del día un silencio espeso se hizo entre las dos.
Al caer la noche, mientras una rezaba el rosario la otra pedía perdón a Dios por querer abandonar a su madre en aquel último rincón del mundo.

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