Lo olvidó todo como si fuera nada. Menos su nombre. La llamaba con insistencia y a veces me confundía con ella.
— No soy mamá, papá, soy tu hija, le decía yo.
— No, tu me engañas, tu no eres mi hija, ven y dame un beso— me dijo aquella tarde.
Le di un beso en la mejilla y le ofrecí la mía, pero él se giró y acercó sus labios a mi boca. No me retiré.
Aquella noche mi padre durmió feliz y de un tirón. Las enfermeras estaban extrañadas.
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