Lo olvidó todo como si fuera nada; menos su nombre. La llamaba con insistencia y a veces me confundía con ella.
— No soy mamá, papá, soy tu hija —le decía yo.
— ¡Que va! estas equivocada, tú no eres mi hija —me dijo—. Dame un beso.
Le di un beso en la mejilla y le ofrecí la mía, pero él se giró y acercó sus labios a mi boca. Le dejé.
Aquella noche mi padre durmió feliz y de un tirón. Las enfermeras estaban extrañadas.
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