Quién le iba a decir a Inés, criada en una de las casas más pretenciosas de la Alameda Principal —con sirvientas y doncella a su servicio—, en el seno de una de las familias más acomodadas de la alta burguesía malagueña —su «papajosé» (en realidad era su tío) había sido un empresario sobresaliente del negocio pasero antes de la irrupción de la filoxera en Málaga (1878)—, en la que su único fin había consistido en ser una señorita fina y educada y su único «trabajo» aprender a tocar el piano con elegancia, que acabaría siendo una avezada especialista en limpiar heridas, coger puntos, liar torniquetes; vendar piernas, brazos, pies y cuerpos rotos y ensangrentados; cortar hemorragias, inyectar morfina (o lo que hubiera) y consolar a los moribundos en el hospital malagueño de la Cruz Roja: «¡Las vueltas que da la vida!; si mi “papajosé” levantara la cabeza…¿qué me diría?», pensó; y es que la guerra lo había trastocado todo.
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