El pulso era mi caballo salvaje, desbocado.
El miedo me devoraba la soledad.
Desperté sobresaltada, implorando ayuda, con las manos extendidas hacia un techo de flores celestes.
Tuve un sueño anoche —un sueño raro, una pesadilla—: unos hombres enfundados en escafandras grises me gaseaban con un gas del mismo color.
Quizás era el eco de la última serie distópica que vi antes de las vacaciones, o el miedo latente a los locos que gobiernan el mundo, a las guerras, a esos viajeros del espacio que algún día llegarán en una nave disfrazada de meteorito.
Me dio tiempo a escucharme a mí misma decir: Ángel de mi hogar infantil, aparéceteme.
¡Aparecéteme! ¿existe esta palabra?
Si no existe, me la inventaré. Como haces tú, ángel.
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