Decía mi abuela que...
LLueve ahí afuera
Apenas llevaba diez minutos leyendo, mi madre se levantó sobresaltada de la mecedora de rejilla, soltó el libro en la mesa y se dirigió a la ventana. Abrió los postigos y se quedó ahí, mirando hacia fuera, escrutando la oscuridad. Algo había oído que parecía preocuparle.
Parece que la estoy viendo como si fuera ayer y ya hace más de cuarenta años; de espaldas a nosotras, alta, derecha, peinada con un moño a modo de roete que le dejaba el cuello libre y vestida de negro, siempre de negro; aquella noche también.
Estaba lloviendo. Más bien diluviaba ahí afuera. Pero mi madre nos dijo que un hombre rondaba la casa y que iba a salir.
Tenía apenas siete años, pero percibí el peligro cuando ordenó que nos metiéramos debajo de la cama y que no saliéramos hasta que ella volviera. Y más aún lo percibí cuando la seguí hasta el corral y la vi coger un palo enorme, el más grande que tenía. Y más aún cuando nos dio un beso a cada una y desapareció de nuestra vista tras cerrar la puerta y mi prima rompió a llorar. Y entonces lloré yo también, mientras mi prima tiraba de mí hacia el dormitorio y me empujaba hacía el suelo para que nos metiéramos debajo de la cama; como mi madre había ordenado.
Estábamos a oscuras y tiritábamos, aunque no sabía si de frío o de miedo. Antes de esa noche yo había sentido miedo alguna vez, pero nunca de alguien. Ahora tenía miedo de ese hombre desconocido que dijo mi madre que rondaba la casa. Esta casa que está en medio de la nada, rodeada de cerros por todos los puntos cardinales y a la que hace cuarenta años solo se podía llegar a pie por un caminito estrecho y pendiente que la separaba del pueblo unos tres kilómetros. Y aquella noche diluviaba y había una oscuridad impenetrable, de esas que hacían pensar que cualquier hombre que hubiera llegado hasta aquí conocía el camino y no podía venir a nada bueno. Eso decía mi madre antes de salir por la puerta con el palo en la mano y muy enfadada. Porque sí que parecía que ella supiera los motivos de aquel hombre para venir a rondar nuestra casa.
Lo recuerdo muy bien: sinvergüenza, canalla y ladrón, fueron sus palabras. Las últimas que yo escuché.
Sinvergüenza, canalla y asesino, debió adivinar ella, porque él había venido a matarla.
Llueve ahí afuera, más bien diluvia. Y el hombre desconocido aún ronda esta casa. Nunca le vi, a pesar de que era mi padre.
El hilo
— Me rindo.
— ¿Recuerdas a la abuela cuando nos tejía los abrigos de lana con aquellas agujas?
— Inolvidable en aquel sillón de flores; lo hacía al caer la tarde.
— Sí, pero cuando se equivocaba o no le gustaba como estaba quedando destejía, volvía a ovillar el hilo y empezaba de nuevo. A veces con otras agujas, con otro punto.
— Es complicado.
— ¿Por qué?
— Porque ya no soy la mujer que se equivoca y vuelve a tejer sino el hilo desgastado del abrigo destejido.
— Siempre hay algo que nos recicla.
— Sí, volver a soñar. Hasta que caiga el telón.
🧶
Disolución
Había una vez
Pirómana
Micro noir
Decía mi abuela que...
Cabezaloca
Ley antitabaco
Tormenta
Magia de juegos
El almocafre
Fuera de mi
En los bolsillos del pantalón
llevo recuerdos como piedras
Busco un lago donde ahogarlos
sin que yo me hunda.
Un papel donde escribirlos
Un muro donde pintarlos
Fuera de mí
Anegados de los otros.
Sobre los sueños y la vida
Tuve grandes sueños, que no dependían solo de mí. Soñaba con un mundo mejor, con un amor que durara para siempre, con unos amigos para toda la vida.
Cuando esos sueños se fueron rompiendo, me rompí yo también. Cada vez. Varias veces. Siempre me levanté. A veces el proceso fue muy doloroso y lento, pero lo conseguí.
Ahora, procuro tener sueños pequeños, alcanzables, que me colmen y que solo dependan de mi.
Así que por la mañana cuando me levanto digo ¡qué luz más bonita! o ¡que bien que llueva! me tomo un buen desayuno y me afano en mi lista de sueños diarios de invierno: leer, caminar, echar un rato de ayuda voluntaria en la Biblioteca, disfrutar de actividades culturales, ver una buena película, escribir, escuchar el canto de los pájaros, observar la evolución de las formas caprichosas de las nubes, escuchar música, bailar, reír. Prepararme una buena cena. Contar estrellas, contemplar la luna.
Cuando al final de día me voy a dormir, casi todos mis sueños de invierno se han cumplido. Luego, en primavera y en verano sustituyo algunos sueños de interior por otros sueños al aire libre: viajes, vuelta a la tierra donde me crie, sol, campo con mar, caminos de tierra recorridos mil veces, pájaros de mi infancia...
Cuando llegue el final, el libro de mis pequeños sueños se cerrará. Luego, seguirá la vida tal cual, pero sin mí. A esos efectos somos lo mismo de insignificantes que una hormiga.
La vida sigue, somos nosotros los que nos vamos. Reflexiono a veces sobre ello y pienso que vivamos lo que vivamos –a experiencias me refiero– no nos vamos a llevar nada, porque nada vamos a recordar. Lo importante para mí es lo que dejemos, lo que hayamos sembrado en todos los sentidos; el amor derramado.
Por lo demás, no vale la pena angustiarse pensando demasiado en la muerte, en el paso del tiempo, en el vértigo de los minutos y las horas. Solo vale la pena vivir mientras vivimos. Y amar, querer, aunque sea a mil años luz.
¿Los grandes sueños? No me olvidé de alguno de ellos. Conservo mis ideales, mis principios, y aporto mis granitos de arena. Otros vienen detrás, tienen mucha tarea. ¡Ánimo!