Dije en voz alta:
—Había una vez un viejo, llamado Don Antonio, que había sido carretero en su juventud.
Me detuve un momento. ¿Para quién estaba contando?
El bastón de Don Antonio estaba colgado en la pared. Me levanté y lo cogí. Y al volver la cara, lo vi. Era un gato blanco enorme, de ojos azules, con cara de haber consumido casi todas sus vidas. Se sentó en el escalón de la casa, observándome. Al rato apareció otro. Y después otro y después otro. Se fueron adelantado poco a poco hasta que se situaron todos a mi alrededor, tendidos sobre el suelo ajedrezado.
Tragué saliva y recomencé.
—Había una vez un viejo, llamado Don Antonio, que había sido carretero en su juventud —murmuré con voz temblorosa.
—Cuando éramos niños, cada tarde esperábamos que Don Antonio tomara su silla baja de enea y se acomodara en el porche. Parece que lo estoy viendo: encorvado, ojos azules; una gorra protegía su pelo blanco y su voz pausada nos llevaba a tiempos y lugares que nunca habíamos visto, pero que nos resultaban familiares pues el señor Antonio repetía aquellas historias, con alguna leve variación, una y otra vez. Siempre que las contaba, los gatos aparecían y se acomodaban a su alrededor. Nunca los llamaba, pero ellos acudían. Siempre los mismos.
—Señor Antonio, ¿por qué siempre vienen los gatos a escucharle? —Le pregunté una vez, intrigado.
Él sonrió, acariciando la cabeza de un gato rubio que se le había subido a las rodillas.
—Porque recuerdan —me dijo.
—¿Qué recuerdan? —insistí.
—Todo. Las historias que cuento, a vosotros y a mí.
En ese momento el gato blanco pareció sonreírme. Le correspondí con un parpadeo suave y me dispuse a contar la historia otra vez. Tenía que añadir algo nuevo y una pregunta me rondaba: ¿transmitían los gatos las historias antes de morir?
El tiempo pasó. Volví al lugar años después...